Hoy por la mañana un ave pequeña llamada parus major o el carbonero común, un pájaro de pecho amarillo que habita esta parte del viejo continente, estaba parado delante de la puerta de salida de mi casa. Parecía enfermo. Sus grisáceas alas yacían sin el brillo de sus otros compañeros. Su canto era casi inaudible. Abrí la puerta para acercarme a él, y evidentemente, tal como me lo esperaba, no se fue volando (algo que normalmente hacen), sino que se quedó allí tiritando de frío, inflando su plumaje, dando un paso al costado. ¿Estaría sufriendo?
No sabía qué hacer. Mi hija de cuatro años me decía que debía llevarla a su casita en el árbol para que se mantenga calentita, mamá. Era mejor no hacerlo, no me atrevía a coger al ave entre mis manos. Le servimos agua y le dimos unos gramos de alimento para pájaros, pero el animalito no parecía interesarse en absoluto. Así que lo dejamos tranquilo y nos volvimos a la casa.
Después de media hora escuché un golpe en la ventana de la cocina. Era el carbonero que de una alzada se había dado con el travesaño. Se sujetó con esfuerzo a la madera, algo que en los cinco años que llevo aquí jamás había visto. Se quedó allí mientras llovía un poco. Cuando volvimos a ver cómo le iba, desapareció.
Su desaparición me dejó desmoralizada. He revisado todo mi jardín, desde mi huerto orgánico hasta las macetas con geranios colgadas de las paredes. No lo encuentro. ¿Se fue volando? Sólo espero que siga vivo y que se haya recuperado.
Su desaparición me dejó desmoralizada. He revisado todo mi jardín, desde mi huerto orgánico hasta las macetas con geranios colgadas de las paredes. No lo encuentro. ¿Se fue volando? Sólo espero que siga vivo y que se haya recuperado.
Escribo esto tres horas después. El sol ha salido, alegría la mía. Me hace sentir mucho mejor.
Roermond, abril 2020