lunes, noviembre 18, 2019

De viaje al fin de Europa


Presentación del libro de crónicas viajeras "De viaje al fin de Europa"

Cuando era pequeña recuerdo que me gustaba mucho jugar con rompecabezas. Armaba varios que mis padres me regalaban en las navidades o por mi cumpleaños, de doce, veinticuatro, treinta y seis piezas, hasta que llegó un día en el que me trajeron uno de cien. Era un mapa de Europa, de norte a sur, y de este a oeste, con sus cuarenta países, o menos, en ese entonces, y allí estaba Noruega.

Noruega, un país del que no sabía nada.

La segunda vez que oí hablar sobre ese país escandinavo fue gracias a un caballo.  Era un poni de color café, uno de los tres que había comprado el Club Hípico aquí en Arequipa para que los niños de ese entonces aprendiéramos a montar caballo. El nombre del poni era OSLO, nada más ni nada menos que la capital del país del que he escrito este libro.

Y entonces le pregunté a mi madre:¿de dónde viene ese nombre?”. Y ella me lo explicó muy bien, que era la capital de noruega.

Esas fueron las primeras veces que escuché hablar de este país al que he dedicado este libro titulado: “De viaje al fin de Europa”, gracias a un rompecabezas y a un caballo.

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Jamás había imaginado, mientras yo aprendía a galopar y a armar rompecabezas, que algún día habría de sumarme a una caravana de cuarenta ciclistas que deseaban atravesar este país nórdico de SUR a NORTE.

-¿Hacemos el viaje? -me preguntó Wil mi marido una tarde mientras mirábamos una película sobre Thor Heyerdal, el explorador noruego que cruzó el Océano Pacífico, en una balsa fabricada en totora, desde el puerto del Callao, en Perú, hasta la Polinesia.

De esto en el año 2017.

Confieso que la propuesta de Wil me fascinó pero que a la vez me hizo dudar; teníamos a una pequeñita de un año que apenas había aprendido a caminar. E ir de Oslo, la capital, hasta el punto más nórdico de ese país (Cabo Norte) no era una proeza cualquiera, sobre todo por la pequeña. Yo me moría de las ganas por hacer el viaje de tres mil kilómetros, durmiendo en carpas, atravesando parajes poco conocidos por el hombre, admirando lugares como las Islas Lofoten. Antes ya había hecho rutas del tipo París-Dakar y Quito-Ushuaia en bicicleta. Miles de kilómetros sobre los pedales. Y como no quería dejar atrás mi estilo de vida aventurero, pues me decidí, nos decidimos, hacer el gran viaje al fin del mundo, con nuestra pequeña de un año y diez meses.

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Y es allí adonde me llevó la vida, a Noruega, un país en forma de botija, ubicado al norte del continente europeo, que tiene una bandera roja con una cruz azul atravesada. El viaje empezó en OSLO, la capital, y terminaría en CABO NORTE, el punto más nórdico del continente europeo. CABO NORTE, que como se ve en el mapa está a la altura de la Siberia rusa. La Laponia. País de esquimales. En donde en verano nunca oscurece.

Además es un país de trols, de bosques prístinos, alces, venados, de las auroras boreales, y de los vikingos. … Y un dato , el más sobresaliente, el país en el que se entrega el PREMIO NÓBEL DE LA PAZ.

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De eso trata este libro que acabo de publicar, mi ópera prima, mi primer producto acabado. En todos estos años que llevo escribiendo sobre viajes y  aventuras, siempre he deseado oler las páginas del producto impreso, y por fin lo tengo ahora aquí, y puedo compartir este momento emocionante con ustedes. Pues son más de veinte años que llevo tecleando, relatos, pequeños poemas, artículos periodísticos, que me han llevado a transitar rutas inimaginables en mi mapa de vida, desde mis doce, época en la que descubrí la literatura y me enamoré de ella.

Cuando me embarqué en esta aventura, es decir, en Oslo, en el año 2017, decidí sentarme todos los días a escribir. Estaba leyendo a un autor noruego en ese entonces, Karl Ove Knausgard, autor de seis volúmenes titulados nada menos que Mi Lucha. Me fascinaba su escritura y me sigue fascinando su manera de describir la cotidianeidad, y eso quise hacer con esta historia. Escribir una historia de viaje que contemplara mi periplo con mi pequeña de un año y diez meses, soportando lluvias a cinco grados de temperatura en una carpa de lona (felizmente impermeable), tratando de hacerla dormir sin oscuridad (pues, nunca se ponía el sol), y visitando con ella bibliotecas, museos, piscinas, playas, entre otros.

Entonces una vez que me embarqué en ello, escribí y escribí y he aquí el resultado.

Así que con el recuerdo de un rompecabezas; de Oslo, el poni, mis lecturas de Karl Ove Knausgard (y añado a Hamsun), de la película de la expedición del Heyerdhal y mi cruce con los alces por la carretera, doy por presentado mi libro, un dieciséis de noviembre , fecha muy especial para mí, porque hoy mi padre -que ya no está-  hubiese cumplido ochenta y dos años, y fue él uno de los seres que más me han inspirado a escribir.

Por eso, le agradezco a él que ya no está. A mi familia. A mis amigos. A mis conocidos. A José Córdoba , editor de Surnumérica. Y al centro cultural de la Universidad Nacional de San Agustín por haber hecho posible este día en mi vida.

Gracias a todos.

Y con ustedes: “De viaje al fin de Europa”.

Susana Montesinos
Arequipa, 16 de noviembre 2019

viernes, julio 26, 2019

Deja vu en una noche de verano


La almohada de mi cama parece haber sido sacada de alguna chimenea. Quema mi colchón, mi mesita de noche, el suelo de madera de mi casa. Y no sé cómo dormir a la medianoche, a cuarenta grados de calor.

Un deja vu.

Quince años astrás, el calor piurano. Recuerdo los veranos quietos a la sombra de los algarrobos del desierto sechurano; las vainas caían desde sus ramas y pinchaban los neumáticos de mi bicicleta. En la esquina de la casa en la que vivía, un perro famélico de color crema dormitaba el día entero a la sombra del quiosco de un zapatero (su dueño). Y a mí se me cerraban los ojos mientras el run-run de los mototaxis en la avenida Country eran tránsfugas de un sueño. La señora de ojos caramelo me tocaba la puerta del dormitorio para mantenerme despierta, siempre vestía una tela azul, estampada de flores naranjas. Era imposible. Caía presa de pereza.

Este calor holandés es menos o más el mismo que esos verano en Piura. La bruma aplasta su aire cargado sobre nuestros cuerpos; ingresa como una marejada sigilosa por las ranuras de las puertas (y de las ventanas), y nos mantiene quietos dentro de los salones más fríos de las casas. Es como la molicie. Pesada. Amarilla. Lenta. El calor derrite las calles de ladrillos rosados. Y pone al país de cabeza.

De pronto escucho por las noticias que más de ciento treinta vuelos se han cancelado en Schiphol, uno de los aeropuertos más transitados del mundo.  Cien mil pasajeros terminan varados en los pasillos esperando un vuelo de conexión que no despega. En el centro de Ámsterdam, las tiendas cierran sus puertas hacia las doce del mediodía.  Y mis vecinos salen a las diez de la noche a regar sus plantas, sentados sobre un banquito de plástico. Y las moscas se reproducen en los dinteles de las ventanas, y aterrizan sobre el teclado de mi ordenador.

Nunca antes había vivido un calor tan agobiante. Ni en Piura. Ni en el Sahara. En aquellos lugares el aire circulaba hacia las cinco de la tarde, y refrescaba nuestras sienes pobladas de sudor. Aquí en Holanda, no. Las casas no se ventilan; las paredes son como brasas que tardan horas en enfriarse. Y si afuera hacen veinticinco grados, adentro treinta y cinco.

A adaptarse a los nuevos tiempos.

Y mojarse, chapotearse, ponerle a la vida un ritmo más apaciguado, más lento y alegre. Y sentarme a ver el Tour de Francia. Como quisiera vivir en la montaña, sentir el aire frío del aire acondicionado. 

lunes, mayo 13, 2019

Un pequeño espacio de tiempo para un café



Sentada en una esquina de la ciudad de Maastricht tecleo mis primeras palabras después de muchas semanas de atasco. 
Sí, anduve atascada en el asfalto, en la carretera A2 de Roermond a Amsterdam, detrás del volante, en el túnel debajo del aeropuerto de Schiphol, y me puse a pensar en el poco tiempo libre que tengo y todas mis 'obligaciones'.

Ahora me siento en una cafetería con una sensación de libertad que me cuesta distinguir entre todo el caos que he vivido las últimas semanas. Aclaro, el buen caos, el positivo, el optimista, el que te da vida, la vida cotidiana. En mi caso, son mis clases de español en la universidad y en un colegio, la organización de mis viajes botánicos y en bicicleta, mi hija de tres años y el mantenimiento de mi casa de madera color chocolate, mis paseos en bicicleta y la escuela de Isabel.

Demasiados deberes, sin contar las reuniones sociales, los matrimonios, los almuerzos, los encuentros de mi hija con sus amigos, mis viajes a Amsterdam, mi marido, y el maní que cuelgo de un árbol para las ardillas de mi jardín. 

Bebo mi café a sorbos con la extraña sensación que me da el tiempo libre. Hoy me propuse escribir otra vez. Teclear mis letras en este espacio. Me senté con un café y dije ¡basta! : ahora dejaré de lado mis clases, la preparación de los exámenes, los libros de Abanico, Bitácora, Gente Hoy, y me dedicaré aunque sea a escribir unas líneas en este blog que tantas alegrías me ha dado siempre. 

Pero soy inconstante, lo sé. Es decir, me hace falta tiempo. Quizás, hacerme tiempo para evacuar mis palabras empozadas en mi herida garganta. Y hacer desvanecer la angustia que me da el no escribir. Un pequeño relato cada día, aunque sea diez minutos. El flow de contar historias.

Susana, 2019

viernes, mayo 10, 2019

Tribulaciones

Una foto de mi desierto favorito, La Joya (Arequipa, Perú)


Buscar una buena historia cotidiana, qué difícil. (Soy demasiado exigente, ¿sabes?)
La inseguridad de haber pasado seis meses sin escribir diariamente.
Explicar el subjuntivo, bellísimo modo del español.
No sé si la historia es lo que vale, más bien la forma cómo se cuenta, sí.
Pero cada persona es tan distinta.
¿A qué público dirigirme?



PiErDo PAísEs

Borro fronteras - Viajo para conocer mi geografía