domingo, septiembre 25, 2016

Mi primer viaje a mochila : Puno




Puno, una ciudad a la que le tengo cariño, me acogió en mis inicios como viajera.

Viajé allí sola. Tomé el autobús más barato desde la ciudad de Arequipa, con la idea de explorar el Lago Titicaca y de escribir una crónica sobre el carnaval. Yo sabía que quería viajar, asumir la metáfora del poeta portugués Fernando Pessoa, de "perder países" y de borrar de alguna forma mis fronteras. Llegué allí con una mochila cargada con suficiente ropa para un mes o más: una cocinita eléctrica de una hornilla, comida que había sacado de la despensa de la casa de mi mamá, un botiquín y varios libros de lectura.

Cuando bajé del bus un gélido aire me congeló el rostro. Estaba en el Altiplano a unos tres mil ochocientos metros de altura. El aire era frío a la sombra, mientras al sol era capaz de quemar mis entrañas. Caminé algunas cuadras con mi mochila al hombro, por la avenida El Sol en dirección al Estadio Municipal en busca de un hotel. Me sentía como si fuera una extranjera de esas que exploran su país sin saber adónde van. Me alojé en el primer lugar que encontré; era un edificio de unos cinco pisos de color amarillo. Se llamaba El Dorado, como casi todos los hostales del Perú. Estaba situado en medio de un pequeño laberinto de tenderetes que invadían las calles aledañas: fruteros, verduleros, ropavejeros, yerbateros, abarroteros, gritando a diestra y siniestra los precios de sus productos.

Yo era tímida entonces, todavía lo sigo siendo, era un poco extraño para mí llegar sola a una ciudad que desconocía. Recuerdo que me tumbé en la cama de mi habitación a descansar, pero así como le sucede a todos los viajeros que llegan por primera vez a una ciudad, me sentía incómoda; afuera gritaban. "Sandía, sandía" por un magnetófono, así que sin poder pegar el ojo, salí sin rumbo conocido.

"Nunca me había atraído conocerla. 
La única vez que tuve la oportunidad de visitarla 
fue en una excursión con el colegio."


Sí, Puno, esa ciudad de la que siempre se hablaba en mi natal Arequipa, era vista por mis paisanos como una ciudad serrana y poco desarrollada. Nunca me había atraído conocerla. La única vez que tuve la oportunidad de visitarla fue en una excursión con el colegio. Ninguno de mis compañeros se puso de acuerdo a la hora de la votación. ¿Puno? Todos preferíamos ir a la playa más cercana a emborracharnos que conocer el mágico Lago Titicaca.

Salí del hotel con un mapa de la ciudad en mis manos. Subí por una calle en la que habían cómicos ambulantes rodeados de corros de gente que reía de cualquier disparate. También habían vendedores de huevitos de codorniz y ancas de rana, y uno que otro chocolatero ofreciendo chicles y caramelos. Llegué al Parque Pino en un suspiro, habían varios escolares lamiendo helados, correteándose en sus uniformes, bajo la supervisión de sus mamás. Atravesé la peatonal Lima, la más turística; zampoñas estallaban de unos parlantes, y al final, la Plaza de Armas que se abría en un terraplén, con una iglesia imponente, de estilo cusqueño, mirando al Lago Titicaca. Me senté en las gradas de la catedral a fumarme un cigarrillo. Canillitas venían a preguntarme si quería limpiar mis zapatillas. "No tengo dinero", les repetía.

No sé por qué durante ese viaje sentía melancolía. Estaba sola. Era mi primera vez sola en una ciudad de mi país, en una ciudad que desconocía. Sin sentirme satisfecha con mi caminata decidí andar más allá, subir la cuesta del Jirón Déustua hacia el Mirador de Manco Cápac. Quería ver el Lago Titicaca.

*

Siempre me ha gustado explorar ciudades. Digo "ha gustado" porque todavía me sigue gustando caminar por las calles más escondidas de las ciudades del mundo. Antes de llegar a Puno había vivido un tiempo en Pamplona (España); simplemente disfrutaba caminar por el casco viejo, explorar esas callecitas de piedra con portones desvencijados, con las cerraduras oxidadas. Siempre me preguntaba: ¿Quiénes vivirían allí? Lo mismo hice en Puno. Me dediqué a explorar la ciudad y a tomarle fotografías a todas las fachadas de las casas que llamaran mi atención. Casas viejas, derruidas, de adobes; algunas colgaban macetas al lado del portón; otras, debido a su abandono, dejaban crecer los cactus y el pasto caóticamente en las ventanas o los alféizar. Me dediqué a pintarlas. Escribía en un pequeño cuaderno relatos de una casa sobre cómo serían sus inquilinos. Una tarde me di por sorpresa con una señora que coleccionaba muñecas. Las vestía con trajes típicos del carnaval de Puno, que es famoso, y las tenía detrás de vitrinas.

"Me quedé varias semanas 
anclada a las orillas del Titicaca, 
y a pesar de esa nostalgia 
que guardaba en aquella época, le tengo cariño."

También viví el carnaval de esa ciudad. Me fui con mi cámara al estadio central a mirar las comparsas y los bailes. Mujeres con faldas hasta los muslos bailando la saya; hombres llevaban máscaras de diablos o trajes de osos. Me sorprende ahora cómo me atrevía a hacer todas esas cosas en aquella época. No le temía a nada, simplemente me lanzaba a ello.

Ahora miro con melancolía a Puno. Le comentaba a mi compañero que yo alguna vez había vivido allí. "¿En esa ciudad?", me preguntó pasmado. Sí, en esa ciudad que para muchos es poca cosa comparada con Cusco o Arequipa. A mí me gusta Puno, le guardo un cariño certero. Me quedé varias semanas anclada a las orillas del Titicaca, y a pesar de esa nostalgia que guardaba en aquella época, le tengo cariño. A una ciudad no sólo se le quiere por su fachada, sino que se hace con vivencias. Me pasa con otras ciudades que para muchos no significa gran cosa, pero a las que les guardo un espacio honesto en mi corazón de aventurera. Piura, Chiclayo, Puno, Cerro de Pasco, La Paz. Lugares sin rostro, pero con alma.

(continuará)

Susana Montesinos (2016)
* Si desea información sobre Puno, alojamientos, actividades, restaurantes no dude en contactarme.






lunes, septiembre 19, 2016

Chomp, Chomp, Chomp




Hoy mientras paseaba con mi hija por las calles de esta ciudad, recordé unas galletas que formaban parte de mi niñez, y que eran el snack perfecto para llevar en la lonchera. Sí, las galletas Chomp, eran y siguen siendo una marca en mi vida, una compañera que viajaba conmigo de niña al colegio o de adulta a alguna excursión. Sí, ¿qué peruano no ha crecido con estas galletas?, Venían y siguen viniendo empaquetadas en papel aluminio, cuatro en una envoltura, redondas con rayas en zigzag, y un aroma a chocolate o naranja.

El hambre me lleva a los recuerdos de mi infancia, enciende el motor de la memoria. Eso nos sucede a menudo a quienes hemos migrado a un país en donde los snacks son las papas fritas y las croquetas (que no están nada mal), pero en donde no hay nada como mis galletas Chomp (o Casino o Morochitas).

En los supermercados y las tiendas venden paquetes de veinte galletas tipo María bañadas en chocolate, que también están buenas, o las Oreo que del mismo modo vienen en tamaño kingsize, pero la dificultad y el peligro de estos es que no son fáciles de llevar en el bolsillo ni en la cartera, y que, además, son propensas al engorde. Si como cuatro, puedo comer veinticuatro, ¿verdad?

La gracia de las chomp, es que vienen cuatro unidades por envoltura y son fáciles de llevar en el bolsillo. Recuerdo que en la secundaria las compraba en la tienda de la esquina y , luego, sin que se dieran cuenta mis papás me las llevaba al colegio. Qué rico me las comía en los recreos. Rara vez las compartía, lo hacía a escondidas, o durante las clases de historia que eran aburridas, me las comía camufladamente para que nadie, absolutamente nadie, se diera cuenta.

Mi chomp. Cuántas veces no me han salvado del hambre en mis caminatas por Piura, Cajamarca, Cusco, Arequipa. Al subir el Misti me dio el hambre ¿y quiénes estaban allí?, las chomp, ¿y al pedalear por Cerro de Pasco batallando contra la altura? Mis chomp.

Esto ya parece una oda a las Chomp. Lo único que sé es que las extraño cada vez que quiero un snack dulce aquí en Holanda. Eran el recurso fácil que llevaba en el bolsillo junto a un Sublime -el chocolate peruano por excelencia- de quien podría escribir otro relato.

Susana Montesinos (2016)

domingo, septiembre 18, 2016

GFP y la Iglesia de San Sebastián: ¿En dónde estamos?


Me sorprende esta última semana cómo algunos periodistas peruanos -que yo suelo seguir por varios medios y que siempre han merecido mi respeto- se hayan 'encantado' por una noticia de "acoso sexual". Admiro que todos ellos se hayan unido para defender a su compañero Gustavo Faverón Patriau, a quien solía seguir en facebook. Sin embargo, no tolero que estos periodistas se dediquen solamente a hablar de ello por los medios, y a hacer un análisis de varios párrafos de por qué GFP fue denunciado por "acoso sexual", además, de su repentina salida de facebook, medio en el que publicaba regularmente sus agrias opiniones. A mí me importa poco la vida íntima y sexual del señor Faverón. ¿Acaso no hay hechos en el Perú que sean más importantes que hablar sobre él?

No tengo nada en contra de GFP. Siempre lo sigo por facebook, leo sus columnas. Me parece una de las personas más lúcidas de mi generación, sus opiniones y críticas respecto a la política de mi país son acertadas el 80% de las veces. Sin embargo, aquel hecho: "el acoso sexual", que claro, se usa como comidilla en los medios de información, vende, pues, vende, o hace a los amigos periodistas más cómplices; se ha convertido en la aburrida 'crónica' del facebook, de la prensa escrita, y no sé si la TV. Lo que me molesta de esto es que se olvide lo verdaderamente importante. Y que aquellos periodistas que consideraba de alguna manera mis 'informantes' sobre lo que pasa en el Perú, parecen ahora (sin ofenderlos a ellos) un grupo de chismosos de la prensa amarilla.

No quiero caer como moralista, sólo que ayer llegó a los medios -incluídos los holandeses, país en el que vivo- la noticia del incendio de la Iglesia de San Sebastián en el Cusco. El 80% del patrimonio de esa iglesia, incluidos retratos de la Escuela Cusqueña, están hechos cenizas. Era una de las iglesias más emblemáticas del barroco. Era además Patrimonio Cultural de la Nación desde 1972. Una de esas iglesias que nadie debía perderse en visitarla a su paso por la capital de los Incas.

Es lamentable. Es triste. Es chocante.
Y casi nadie lo comenta, pero sí el acoso sexual del señor Faverón.

Aquí vemos cómo se tergiversa la realidad: lo más importante es borrado del mapa por lo que vende, atrae la curiosidad y hasta el espíritu sadomasoquista de la gente. Aquello que vende opaca el arte, la historia, la arqueología, la literatura, la cultura de las ideas y los valores. Estamos en crisis, sí. En una crisis fatal, queremos mantenernos distraídos por los medios, ser entretenidos por cualquier cosa con tal de que se nos pase el tiempo, y al parecer todos caen en el juego de este espectáculo.

Susana Montesinos (2016)

PiErDo PAísEs

Borro fronteras - Viajo para conocer mi geografía