Mostrando las entradas con la etiqueta crónicas. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta crónicas. Mostrar todas las entradas

martes, abril 07, 2020

Ellos hacen el amor y yo me asusto

Niño atrapa a sus padres haciendo el amor – su comentario al día ...

Muchas veces me pregunto por qué durante nuestra niñez nos choca ver a nuestros padres, incluso imaginarlos, teniendo relaciones sexuales, como si ellos no pudieran o no debieran de tener relaciones sexuales.

Recuerdo aquella mañana en que encontré a los míos haciendo el amor. Entré a su dormitorio y los dos saltaron de un lado a otro asustadísimos, calatos, con pudor.

Era como ver un acto de violencia. Como si mi padre le estuviera haciendo daño a mi madre. O al revés. Me quedé impresionada por varios días.

Yo sabía lo que era el sexo –en teoría–, mi madre me lo había explicado de una forma bonita cuando cumplí los diez años, pero nunca había visto en vivo el acto sexual, y el hecho de que mis padres fueran los protagonistas me chocó tremendamente.

Pero me pregunto, ¿por qué tuve esa reacción  tan brutal ante un acto que de por sí es central en nuestra existencia? ¿por qué además verlo como algo amenazante en mi relación de hija con mis padres?

Horas después me vino una indigestión terrible. No podía comentarlo con nadie, me sentía tristísima. Me senté en mi cama y me puse a llorar.

Este pensamiento acaba de surgir a raiz de una re-lectura de “Las reputaciones” de Juan Gabriel Vásquez, finalista en la Bienal de Lima. Samanta –una de las protagonistas– rememora a partir de una imagen –de la casa de Mallarino, el caricaturista- una vivencia que creía olvidado.

El sexo como símbolo de violencia representado en la mente de un niño. ¿Por qué? ¿Cómo? En foros de internet mucha gente piensa que es disgustante ver o escuchar a sus padres haciendo el amor.

Ahora a mi edad adulta me hubiese encantado que mis padres hicieran más el amor o el sexo, en lugar de discutir y de irse cada uno por su lado. Hubiese sido más sano, más humano, menos tabú.

Roermond, mayo 2014

jueves, noviembre 03, 2016

Despertar en Cusco


La madrugada de un sábado de enero llegamos a una calle en el centro del Cusco llamada Ataúd. En la parte más alta hay una casa vieja con un zaguán y puertas de madera. Es una casona antigua con varias habitaciones, tres perros y una familia generosa, que alquila habitaciones a los turistas y los viajeros empedernidos como yo a ocho soles. Bastante barato para un mochilero. El hospedaje se llama Ataúd.
Aquella mañana habíamos llegado de Arequipa muy temprano. "¿Dónde nos vamos a alojar?", preguntó mi hermano. "En el Ataúd", le dije, Me había quedado dormida en el bus desde la noche anterior. Cuando desperté alivio de madrugada, ya estábamos en el Cusco. Moría por caminar por sus calles, beberme un mate de coca, sentarme en su plaza, tomarme jugo en el mercado y subir a Sacsayhuamán; La ilusión era tan grande que no tuve reparo en coger la mochila y subir las enormes cuestas de la ciudad. Sólo quería divertirme y disfrutar del aire en esos cinco días en el ombligo del mundo.
Eran las seis de la mañana, dejamos nuestras cosas en El Ataúd y nos encaminamos hacia la Plaza de Armas. Era un espectáculo verla vacía, sólo con gente que iba al trabajo. Estar de nuevo allí frente a la Catedral y a la Iglesia de la Compañía era un despertar de los sentidos. Caminamos por sus portales, detuvimos la mirada en cada tienda, admiramos cada vitrina, piedras perfectamente pulidas que encajan una con otra. Algunas mujeres caminaban en polleras por sus calles. Los restaurante estaban cerrados, sólo algún quiosquito o tienda abierta con olor a periódico. Horneaban pan fresco. Olía a albahaca.
El mercado del Cusco queda cinco cuadras más arriba de la Plaza. Hay que cruzar otras dos plazas, un colegio y un portal con motivos coloniales, para llegar allí. Algún lustrabotas ya nos ofrecía sus servicios. Un viejito tocaba su flauta andina en una calle empedrada, con paredes de piedras incas. Metros más allá, el mercado abre sus puertas a los primeros compradores. Es un recinto rectangular de techo de calamina y ventanas de fierros verdes, habitado por vendedores de cuyes frescos, mujeres preparando jugos y viejos leyendo la hoja de coca.
Mi hermano y yo buscábamos a las jugueras; ellas estaban en fila, con mandiles celestes y guindas, licuando mangos, papayas y granadillas, con zumo de naranja y limón. El bullicio de la madrugada entre los vendedores nos llevó por un pasillo de abarrotes y maíz, terminamos sentándonos en un puestito de venta de café y mates con ricos sánguches de queso y huevo frito. La mujer que atendía hablaba quechua, rimanallan mamay, nos reímos un rato con ella y después fuimos a la feria de Túpac Amaru a averiguar precios de trenes y tickets para Machupicchu. Días después saldríamos para el valle.

***

La vida en el Cusco es cara, no cabe negarlo. Si uno tiene cara de gringo es más caro aún. Pero si uno es peruano y gringo a la vez, miras las diferencias. Yo soy así, una gringa peruana, mi hermano también. En lugares turísticos confundimos a la gente. Al final, todo sale bien.

Al mediodía comimos nuestros chichirimicos en el balcón de un restaurante en la calle Procuradores. Una recatafila de vendedoras de menús nos empujaban como sea a sus restaurantes. Habían vegetarianos a veinte soles, pitucos a treinta o más, la única que nos convenció era un menú de a diez en un restaurante con balcones que miraba a la calle. Era el menú más barato de toda la cuadra: un chupe de maíz, tallarines rojos y refresco, sentados bajo el sol serrano con límpido cielo azul. Desde allí se ve la Iglesia de la Compañía interrumpido por unos cables de electricidad que cruzan la calle desde los techos. Desde allí vimos cómo un lustrabotas atrapó a un gringo y le cobró veinte soles por pasarle el trapo a sus zapatillas recién bajadas de Machupicchu. Felizmente puso orden una mujer policía que le preguntó al gringo cuánto le habían cobrado. Le habían estafado, le dijo; la policía le pidió al canillita que le devuelva la plata.


***

Subir a Sacsayhuamán es trepar la calle más empinada del Cusco. Dos años atrás la coronamos en el carro de un amigo que llegó con las justas hasta la punta. Nosotros caminamos con una mochila y el paraplú de nuestra madre. En Arequipa estaba lloviendo en las tardes, alguien nos previno que en el Cusco estaba lloviendo más aún. “Lleven el paraplú”, insistió mi madre. Paraplú, sí, es una palabra francesa, significa paraguas. El bendito objeto terminó siendo un personaje durante nuestro viaje. 

Seguro en Machupicchu llovería, pero en el Cusco hacía más calor que en Arequipa. En la subida a Sacsayhuamán nos agarró la sofocación y la agitación por el sol y la altura. Llegamos agotados al bosque de eucaliptos, sin antes pasar por una caseta de control que quería cobrarnos la entrada al complejo arqueológico, costaba setenta soles.
Los bosques de eucaliptos son imponentes. En filas casi perfectas, los troncos de los árboles cubren del sol y protegen del viento. Desde allí se ve la ciudad del Cusco extenderse en todo un valle de cerros rojizos. Caminamos a los restos arqueológicos de Qenqo, una enorme roca con un altar dentro de una cueva. No tuvimos éxito, otro guardia nos detuvo. Nos pidió los tickets de ingreso. Los cusqueños suelen ir a ese complejo arqueológicos a jugar el fútbol, montar caballo y hacer picnic los domingos. Ellos tienen la entrada gratis con salida asegurada.
Pero qué le suceden a los peruanos como mi hermano y yo, de escasos recursos económicos, que también quieren ir a visitar el corazón de la cultura incaica. Nosotros caminamos a Sacsayhuamán con la ilusión de tocar las imponentes piedras de aquella fortaleza inca, de sentirnos pequeños al lado de aquella civilización que se perdió del mapa sin dejar rastro. La sensación es extraña porque eres testigo de una cultura que se perdió y hoy constituye nada más que un recuerdo melancólico y una forma de manipulación, también, por la clase política y las instituciones culturales de nuestro país.

-Su entrada, por favor –se acercó a nosotros un muchacho joven con tickets en la mano, antes de que ingresemos al complejo.
Nosotros estábamos dispuestos a pagar la entrada. La última vez costaba veintiocho soles. Pero siempre existe un sentimiento de querer ingresar libres, por ser peruanos, por formar parte de la cultura de nuestros ancestros.
-Cuesta setenta soles, señorita.
Ya habíamos estado varias veces en Sacsayhuamán.
-Somos peruanos, señor.
-Cuesta igual, señorita.
-¿El mismo precio para todos?
-Sí
-¿Y los cusqueños?
-Ellos entran gratis, es domingo.
-¿Y no hay entrada sólo para Sacsayhuamán?
-No señorita. Tiene que comprar o el parcial o el general.
Qué mala suerte. No teníamos suficiente plata en la billetera. ¿Si sacsayhuamán costaba tanto dinero, cuánto estaría Machu Picchu?
Descendimos la cuesta tristes por no tener acceso libre. Los gringos enseñaban sus tickets, los cusqueños jugaban al fútbol y nosotros sin poder entrar. Volvimos a la calle Ataúd con la ilusión de partir al día siguiente al Valle Sagrado y Machu Picchu. Estábamos con pena el bolsillo.




Susana Montesinos 
Leiden, enero de 2006

domingo, octubre 09, 2016

Mi primer viaje a mochila : el pueblo de las iglesias olvidadas



Era un pueblo pequeño, de unos veinte mil habitantes, a orillas de un lago. Llegué allí en una autobús atestado de gente que seguro vivía allí o iba a comerciar sus verduras o a visitar a algún familiar. El terminal terrestre estaba en la parte alta del pueblo, y desde allí, como en un mirador, se veía un océano azul perderse en su intimidad.

No recuerdo muy bien cómo era el centro. Caminé hacia allí con una mochila y el queso que me había comprado dos días antes en el mercado. En esa época trataba de ahorrar, de estirar el dinero lo máximo posible. Mi misión era quedarme varios días en Puno. Conocer bien la región, sin imaginar que terminaría visitándola con regularidad.

Juli era un pueblo del que jamás había escuchado hablar en los relatos de mi familia. Nosotros no teníamos ningún lazo con Puno, ninguna historia de haciendas expropiadas -como la tenían otras familias- durante la dictadura de Velasco Alvarado. Tampoco conocíamos a alguien que tuviera ascendientes allí. Ni siquiera Mamá Benita, que en sus narraciones extraordinarias, nunca mencionó el nombre de Juli.

-¿Juli? -se preguntó cuando le mencioné mi descubrimiento.
-Sí, Juli, Benita.

No, jamás había escuchado hablar de ese lugar.

Lo primero que me llamó la atención al caminar fue una iglesia impresionante de la época colonial, construida enteramente en granito. Estaba parada al lado de un terraplén. La iglesia tenía diez metros de altura, un campanario y una nave que podría ser del tamaño del Arca de Noé. Caminé un poco más. Una cuadra o dos, se levantaba otra iglesia que parecía una catedral. No era la única. Habían muchas iglesias más en ese pueblo de cien almas. Cuatro iglesias en cinco cuadras, una de ellas en ruinas, sostenida con vigas, que había sido destruida por un rayo en 1914, rodeada de un muro de piedra, y un arco que miraba al Titicaca.

Estas iglesias habían sido construidas por los Dominicos a principios del siglo dieciséis, concluídas por los Jesuítas en el diecisiete. Catequizaron la región a través del lenguaje y el arte, hoy parte de la Escuela de Pintura Cuzqueña. Eran cuatro iglesias. Una escuela para los Indios Nobles, y un convento. Juli es recordada como "La Roma de América".

Caminé hacia el lago por un camino entre cultivos de coca. Sus aguas eran transparentes, y mansas. Habían dos o tres embarcaciones meciéndose a la luz del atardecer. Me pregunté cómo viviría la gente de allí, qué comerían, qué pensarían de la vida. Seguí una trocha a lo largo de la orilla por varios metros, quizás dos kilómetros o más, tomé fotografías y saludé a los lugareños que trabajaban sus chacras, casi todas con cultivos de hoja de coca, papas y habas.

Me quería quedar allí a vivir. Me imaginaba alquilando una habitación para escribir las mejores historias jamás imaginadas. Las ranas gigantes que nunca vi. Las embarcaciones que navegaban sin horizonte. Los campesinos trabajando la tierra. Las mujeres aymaras con sus sombreros a lo Charles Chaplin. La lengua puquina que habitó esa región, y que después, sin dejar huella, desaparecería de la faz de la historia.


Juli era un pueblo ahora medio abandonado. ¿Las iglesias oficiaban misa? No vi ningún cura caminar por allí, ni monjas, ni sacristanes, ni siquiera un museo que describiera los años en la colonia. Entré a una tienda a comprarme unas galletas. La señora que atendía parecía estar aburrida mirando una telenovela pasada de moda. Me vendió unas galletas de naranja marca chomp que las degusté en el camino. En el centro del pueblo no había ningún alma que recordase aquella época histórica de Juli, "La Roma de América". Sí, ese es el apelativo de Juli. La Roma de América. Durante la colonia inspiró el arte de la Escuela de Pintura Cuzqueña.

Recuerdo que subí la cuesta hacia el terminal de autobuses. Allí tomé la combi que me llevaría de regreso a Puno. Quería volver, sí, y pronto.

(continuará)

Susana Montesinos (2016)


domingo, octubre 02, 2016

Mi primer viaje a mochila: el germen, El Titicaca




El Titicaca, el Lago navegable más alto del mundo, quería ser partícipe de su grandeza, por eso tomé el bus hacia Puno, para poder tocarlo.

Al principio no tuve mucha suerte, imaginaba que podría verlo desde el autobús. No había tomado en cuenta los postes de alta tensión a lo largo de la carretera, el tráfico vehicular, los camiones con remolque y las lomas que interrumpían la vista hacia aquello que debiera ser el lago navegable más alto del mundo. Llegué a ver una lengüeta de agua entrar apaciblemente a una bahía atestada de plástico, lo que parecía un espejo de agua, pero del Titicaca propiamente dicho, nada.

A mi llegada a Puno solo un musgo verde que flotaba en su orilla. Tuve que caminar varias cuadras cerro arriba para lograr capturar una imagen con mi teleobjetivo. Subí al Mirador de Manco Cápac (sin Mama Ocllo) y me senté allí en una banca para contemplarlo. El lago era una media luna azul que colindaba con otras montañas. No era tan grande como solían describirlo, tenía un final en un horizonte cercano. Aquella era sólo una parte del Titicaca, un diez por ciento, nada más. El lago era mucho más extenso.

Aquella era sólo una parte 
del Titicaca, un diez por ciento, nada más. 
El lago era mucho más extenso.


Aquella primera noche regresé melancólica al hotel. Intenté cocinar avena en una hornilla eléctrica que había llevado en mi mochila. Para mi mala suerte, la avena se me quemó; terminé comprando un pedazo de queso en el mercado, y deambulando por las calles de Puno. Comparsas tocaban música en la Plaza Pino. Betuneros embadurnaban los zapatos de los transeúntes en la Plaza de Armas. La calle Lima era como túnel mal iluminado.


*


Al día siguiente desperté con la firme idea de ver el lago de más cerca. Caminé en dirección a una construcción en forma de barco clavada en la Isla Estévez, a un kilómetro de la ciudad. Era un hotel cinco estrellas al que me avergonzaba entrar, pues mi bolsillo no me daba ni para tomarme un café. Ese hotel era una atalaya desde el que se lograba divisar el horizonte perdido del Titicaca. Sí, era evidente, el lago era un océano azul que se extendía hacia el infinito. Me quedé allí contemplándolo absorta. El charco de agua dividía en una frontera a dos países.

No sé exactamente por qué, el Lago Titicaca nunca había sido parte de las historias en mi familia. Jamás había escuchado relatos de la boca de mi padre. Mama Benita, nuestra cocinera, que trabajaba con nosotros desde que tuve uso de razón, me contaba historias de sapos gigantes. Lo solía hacer cada vez que habían apagones, consecuencia de algún atentado terrorista. Encendíamos velas para alumbrarnos durante la noche. Mama Benita no podía evitar narrarnos la historia de su viaje al Titicaca.

Habían ido a la Isla de Amantaní, recordaba, en una lanchita que roncaba sobre el lago. Tardaron algo de un día y una noche (¿tanto?), pero al llegar a la isla, ellas estaban allí: "Era gigantes, mamita, del tamaño de un plato de sopa"; de color negro, otras verdes cachaco. "¡Mira las ranas!", le había dicho su papá. Ellos se quedaron idiotas al verlas allí. Por las noches se las escuchaba croar; eran como perros roncando. ¡Gigantes! "No nos podíamos bañar en la orilla", la gente decía no se los vayan a comer los sapos, por eso Benita nunca aprendió a nadar.

Aquella historia la mantuve guardada en mi memoria durante mi viaje al Titicaca. No sé si era verdad. La leyenda decía que sí, que en los abisales del lago habían sapos gigantes, una ciudad Inca y algas 'marinas'. El agua era tan fría que nadie, absolutamente nadie, nadaba en ella. Alguna vez vi en un documental de Nathional Geographic a unos buzos aventurarse a bucear. Buscaban los restos de una ciudad Inca. Nunca mencionaron los sapos o ranas gigantes.

Después de dos días deambulando por Puno; volví a subir al Mirador de Manco Cápac, el lago se veía espectacular desde allí, pero no es su real dimensión. Caminé algunas cuadras en dirección al terminal terrestre, y desde allí tomé el bus en dirección a Ilave, un pueblo a una hora en dirección noreste. Según mi mapa, Ilave estaba cerca de la orilla, así que con el afán de tocar sus aguas, me fui hacia allá.

Las mujeres parecían ser sacadas 
de alguna película de Charles Chaplin 
por los sombreros que llevaban


La combi era pequeña, habían varias mujeres en polleras, algunas desgranando choclos con sus uñas largas; no sé cuántas faldas llevaban pero abarcaban más espacio que sus propios cuerpos en los asientos del minibús, y un sombrero en copa que tocaba el techo del vehículo. Las mujeres parecían ser sacadas de alguna película de Charles Chaplin por los sombreros que llevaban; habían sido traídos por los ingleses en la época de la construcción del ferrocarril, y allí se quedaron adornando las cabezas de las mujeres aymaras, ¿por qué no los hombres? Ellos preferían sus gorras de béisbol.

Uno está hecho por la historia de sus padres, y de la gente que le rodeó. Mi padre siempre me decía que los aymaras eran gente tan terca como las mulas. "Tienen su carácter hijita, son salvajes". No sé por qué me lo decía, quizás era la historia repetida heredada de un grupo étnico que habitó el lago. Los Uros vivían como apátridas sobre sus islas flotantes, habrían de ser los rechazados por los Tiahuanacos y los Incas. Quién diría que uno crece escuchando esas ideas y que luego se dedique a viajar y a intentar entender el mundo andino desde un punto de vista andino, con ideas contrarias a los prejuicios de mi papá. Yo amaba a mi padre (y lo sigo amando), y quería encontrarlo a través de su patria, la mía también, y la única forma era viajando y leyendo su historia.

Allí me tenían viajando con ellas, las mujeres aymara, hacia el pueblo de Ilave, a orillas del lago.

Ilave es un pueblo en donde se dice está la frontera de los quechua y los aymara. Hace no muchos años hubieron allí revueltas entre sus pobladores, creo que el alcalde de la ciudad no era del gusto de la mayoría, y por eso -al no cumplir sus promesas- lo amenazaron con azotarlo o matarlo a pedradas.
No hace mucho, en mayo de este año, sucedió algo parecido en el pueblo de Juli, en donde azotaron al alcalde públicamente por incumplido.

No recuerdo mucho Ilave; me decepcionó no poder ver la orilla del lago. Recuerdo que me compré unos caramelos en una tienda de abarrotes, y que tomé el siguiente bus en dirección a Juli. No sabía qué esperar de Juli. Jamás había leído algo acerca de ese pueblo, ni de su gente, ni de sus tradiciones, ni de su historia, pero cuando llegué allí quise quedarme a vivir para siempre. Había cumplido mi objetivo: toqué el agua del Titicaca, y les prometo: no me saltó ninguna rana.

(continuará)

Susana Montesinos (2016)






domingo, septiembre 25, 2016

Mi primer viaje a mochila : Puno




Puno, una ciudad a la que le tengo cariño, me acogió en mis inicios como viajera.

Viajé allí sola. Tomé el autobús más barato desde la ciudad de Arequipa, con la idea de explorar el Lago Titicaca y de escribir una crónica sobre el carnaval. Yo sabía que quería viajar, asumir la metáfora del poeta portugués Fernando Pessoa, de "perder países" y de borrar de alguna forma mis fronteras. Llegué allí con una mochila cargada con suficiente ropa para un mes o más: una cocinita eléctrica de una hornilla, comida que había sacado de la despensa de la casa de mi mamá, un botiquín y varios libros de lectura.

Cuando bajé del bus un gélido aire me congeló el rostro. Estaba en el Altiplano a unos tres mil ochocientos metros de altura. El aire era frío a la sombra, mientras al sol era capaz de quemar mis entrañas. Caminé algunas cuadras con mi mochila al hombro, por la avenida El Sol en dirección al Estadio Municipal en busca de un hotel. Me sentía como si fuera una extranjera de esas que exploran su país sin saber adónde van. Me alojé en el primer lugar que encontré; era un edificio de unos cinco pisos de color amarillo. Se llamaba El Dorado, como casi todos los hostales del Perú. Estaba situado en medio de un pequeño laberinto de tenderetes que invadían las calles aledañas: fruteros, verduleros, ropavejeros, yerbateros, abarroteros, gritando a diestra y siniestra los precios de sus productos.

Yo era tímida entonces, todavía lo sigo siendo, era un poco extraño para mí llegar sola a una ciudad que desconocía. Recuerdo que me tumbé en la cama de mi habitación a descansar, pero así como le sucede a todos los viajeros que llegan por primera vez a una ciudad, me sentía incómoda; afuera gritaban. "Sandía, sandía" por un magnetófono, así que sin poder pegar el ojo, salí sin rumbo conocido.

"Nunca me había atraído conocerla. 
La única vez que tuve la oportunidad de visitarla 
fue en una excursión con el colegio."


Sí, Puno, esa ciudad de la que siempre se hablaba en mi natal Arequipa, era vista por mis paisanos como una ciudad serrana y poco desarrollada. Nunca me había atraído conocerla. La única vez que tuve la oportunidad de visitarla fue en una excursión con el colegio. Ninguno de mis compañeros se puso de acuerdo a la hora de la votación. ¿Puno? Todos preferíamos ir a la playa más cercana a emborracharnos que conocer el mágico Lago Titicaca.

Salí del hotel con un mapa de la ciudad en mis manos. Subí por una calle en la que habían cómicos ambulantes rodeados de corros de gente que reía de cualquier disparate. También habían vendedores de huevitos de codorniz y ancas de rana, y uno que otro chocolatero ofreciendo chicles y caramelos. Llegué al Parque Pino en un suspiro, habían varios escolares lamiendo helados, correteándose en sus uniformes, bajo la supervisión de sus mamás. Atravesé la peatonal Lima, la más turística; zampoñas estallaban de unos parlantes, y al final, la Plaza de Armas que se abría en un terraplén, con una iglesia imponente, de estilo cusqueño, mirando al Lago Titicaca. Me senté en las gradas de la catedral a fumarme un cigarrillo. Canillitas venían a preguntarme si quería limpiar mis zapatillas. "No tengo dinero", les repetía.

No sé por qué durante ese viaje sentía melancolía. Estaba sola. Era mi primera vez sola en una ciudad de mi país, en una ciudad que desconocía. Sin sentirme satisfecha con mi caminata decidí andar más allá, subir la cuesta del Jirón Déustua hacia el Mirador de Manco Cápac. Quería ver el Lago Titicaca.

*

Siempre me ha gustado explorar ciudades. Digo "ha gustado" porque todavía me sigue gustando caminar por las calles más escondidas de las ciudades del mundo. Antes de llegar a Puno había vivido un tiempo en Pamplona (España); simplemente disfrutaba caminar por el casco viejo, explorar esas callecitas de piedra con portones desvencijados, con las cerraduras oxidadas. Siempre me preguntaba: ¿Quiénes vivirían allí? Lo mismo hice en Puno. Me dediqué a explorar la ciudad y a tomarle fotografías a todas las fachadas de las casas que llamaran mi atención. Casas viejas, derruidas, de adobes; algunas colgaban macetas al lado del portón; otras, debido a su abandono, dejaban crecer los cactus y el pasto caóticamente en las ventanas o los alféizar. Me dediqué a pintarlas. Escribía en un pequeño cuaderno relatos de una casa sobre cómo serían sus inquilinos. Una tarde me di por sorpresa con una señora que coleccionaba muñecas. Las vestía con trajes típicos del carnaval de Puno, que es famoso, y las tenía detrás de vitrinas.

"Me quedé varias semanas 
anclada a las orillas del Titicaca, 
y a pesar de esa nostalgia 
que guardaba en aquella época, le tengo cariño."

También viví el carnaval de esa ciudad. Me fui con mi cámara al estadio central a mirar las comparsas y los bailes. Mujeres con faldas hasta los muslos bailando la saya; hombres llevaban máscaras de diablos o trajes de osos. Me sorprende ahora cómo me atrevía a hacer todas esas cosas en aquella época. No le temía a nada, simplemente me lanzaba a ello.

Ahora miro con melancolía a Puno. Le comentaba a mi compañero que yo alguna vez había vivido allí. "¿En esa ciudad?", me preguntó pasmado. Sí, en esa ciudad que para muchos es poca cosa comparada con Cusco o Arequipa. A mí me gusta Puno, le guardo un cariño certero. Me quedé varias semanas anclada a las orillas del Titicaca, y a pesar de esa nostalgia que guardaba en aquella época, le tengo cariño. A una ciudad no sólo se le quiere por su fachada, sino que se hace con vivencias. Me pasa con otras ciudades que para muchos no significa gran cosa, pero a las que les guardo un espacio honesto en mi corazón de aventurera. Piura, Chiclayo, Puno, Cerro de Pasco, La Paz. Lugares sin rostro, pero con alma.

(continuará)

Susana Montesinos (2016)
* Si desea información sobre Puno, alojamientos, actividades, restaurantes no dude en contactarme.






martes, agosto 13, 2013

Un viaje a la selva (mal-imaginado)

Nunca supimos a ciencia cierta qué fue lo que nos llevó allí esa mañana, a treparnos a ese destartalado camión con tolva blanca llamada El viajero. Nunca entendimos qué nos empujó a hacer esa ruta que nos tomó una infinidad de horas, días y semanas. Estábamos en un pueblo llamado Huancabamba, en la sierra norte del Perú, a unos dos mil metros de altura, y terminamos al otro lado.

Aquí la historia.


UNA NOCHE ANTES de la partida cenábamos en un restaurante llamado Jaimitos a un lado de la plaza rectangular del pueblo de Huancabamba. Era de noche, afuera las estrellas brillaban en el firmamento y en la calle algunos borrachitos jugaban con su pelota un fútbol premeditado. Adentro, en Jaimitos, una canción de Agua Marina tocaba una cumbia eterna que daba vueltas en un disco. Nosotros estábamos concentrados en nuestro mapa incompleto del Perú.

-¿Qué vamos a hacer mañana?-, me preguntó mi hermano mientras comíamos un pollo saltado. El menú del día, por supuesto. Era de los pocos restaurantes del lugar.

-No quiero regresar a Piura otra vez, -le dije-.¿Por qué no a la selva? -Días antes habíamos explorado las famosas lagunas Huaringas con un gringo despistado que se quedó dormido encima de su mula, y ahora habíamos vuelto al punto de partida.

El mapa indicaba que desde Huancabamba se podía ir a oriente por una carretera poco clara. Daniel, mi hermano, alzó la mano, silbó para llamar a la chica que atendía.
  
-¿Sabe usted si hay carretera a la selva desde aquí?-,  La señorita se acercó tímida a nuestra mesa, era una gordita en jeans con un polo rosado apretado. Tenía los cabellos castaños, los ojos verdes.
-La única que conozco es para Jaén, -dijo tragándose las palabras un poco secona-. ¿Quieren comer algo más?.

¿Jaén? Sonaba atractiva la idea de ir hasta allá. ¿Dónde quedaba? ¿Al otro lado de la cordillera? ¿Al lado derecho de Huancabamba, de acuerdo al mapa? Mi hermano dejó un poco de arroz en el plato, yo tampoco terminé de comer.

-Sí, sí, -dijo la señorita-, ¿quieren algo más?
-No, gracias señorita -la chica retiró los platos de la mesa. Mi hermano y yo: “La cuenta, por favor”.


En el mapa, del lado de Huancabamba, los trazos eran grises, del color de las montañas, mientras que alrededor de Jaén a unos cien kilómetros, calculando con el dedo, era un mar verde selvático. Sin embargo, había un pequeño problema, de Huancabamba a Jaén, la ruta amarilla se interrumpía en un pueblo llamado Tabaconas. Después no había indicios de camino.

Después de pagar, salimos del restaurante. Mi hermano se encendió un cigarrillo en la puerta de Jaimitos. Los borrachines desdentados se sentaron en la acera, dejaron de patear la pelota hacía rato, reían de la nada. Nos saludaron medio deformes, con palabras medio muertas, uno de ellos con la botella en la mano. Aguardiente. ¡Hey!

-¿Jefecito, es posible ir a Jaén desde aquí?-, le preguntamos a un policía.
-Pregúntele a mi colega –dijo serio sin querernos ayudar. Al parecer no sabía nada sobre la ruta.

Esperamos al colega más de quince minutos. Afuera del puesto policial dormitaba un perro negro, inconsciente.

-¿Hay camino a Jaén desde aquí, señor? –el colega apareció dos minutos después sonriente.

Su oficina era un cubículo diminuto pintado de un verde claro con la insignia de la policía nacional y dos escritorios con máquinas de escribir remington.

-Sí, claro -nos dijo alegre-. En el mercado hay camiones que salen tempranito.

PiErDo PAísEs

Borro fronteras - Viajo para conocer mi geografía