Muchas veces me pregunto por qué durante nuestra niñez nos choca ver a nuestros padres, incluso imaginarlos, teniendo relaciones sexuales, como si ellos no pudieran o no debieran de tener relaciones sexuales.
Recuerdo aquella mañana en que encontré a los míos haciendo el amor. Entré a su dormitorio y los dos saltaron de un lado a otro asustadísimos, calatos, con pudor.
Era como ver un acto de violencia. Como si mi padre le estuviera haciendo daño a mi madre. O al revés. Me quedé impresionada por varios días.
Yo sabía lo que era el sexo –en teoría–, mi madre me lo había explicado de una forma bonita cuando cumplí los diez años, pero nunca había visto en vivo el acto sexual, y el hecho de que mis padres fueran los protagonistas me chocó tremendamente.
Pero me pregunto, ¿por qué tuve esa reacción tan brutal ante un acto que de por sí es central en nuestra existencia? ¿por qué además verlo como algo amenazante en mi relación de hija con mis padres?
Horas después me vino una indigestión terrible. No podía comentarlo con nadie, me sentía tristísima. Me senté en mi cama y me puse a llorar.
Este pensamiento acaba de surgir a raiz de una re-lectura de “Las reputaciones” de Juan Gabriel Vásquez, finalista en la Bienal de Lima. Samanta –una de las protagonistas– rememora a partir de una imagen –de la casa de Mallarino, el caricaturista- una vivencia que creía olvidado.
El sexo como símbolo de violencia representado en la mente de un niño. ¿Por qué? ¿Cómo? En foros de internet mucha gente piensa que es disgustante ver o escuchar a sus padres haciendo el amor.
Ahora a mi edad adulta me hubiese encantado que mis padres hicieran más el amor o el sexo, en lugar de discutir y de irse cada uno por su lado. Hubiese sido más sano, más humano, menos tabú.
Roermond, mayo 2014
No hay comentarios.:
Publicar un comentario