El ático
holandés es un horno en verano. Hay momentos en los que necesito salir a una
cafetería aquí a la vuelta de la casa. Los camareros son amables. Me
conocen y además ya ni necesitan preguntarme qué deseo. Me traen un capuccino
con crema espolvoreado con canela. A veces necesito dos, tres o cuatro
capuccinos. No siempre despierto con la vena puesta, y para entrar en sintonía
bebo café.
Es curioso pero desde que llegué aquí, he aprendido a tomar esTe líquido
negro. No sé si es el clima o los años que van en aumento, pero el café es un
compañero de vida por estas latitudes.
Cada día nos vamos especializando más. Antes ni se me ocurría servirme
una taza. Ahora sé que el capuccino es un shot de expreso con leche previamente
pasada por una batidora. Que un Macchiato es un cortado. Que un Flat White es
dobles expreso y un poco de leche.
Escribo que escribo en esta cafetería que también es una chocolatería.
La señora que atiende pone siempre música … La vez pasada puso Susana Baca y me
emocionó.
Mi madre siempre le tuvo un culto al café. Mi padre, no. Cada año se
llevaba dos kilos de café holandés en la maleta. No es que en Perú no hubiese
buen café, el Valenzuela era el rito en casa, pero el aroma del holandés era
para ella como retornar a su hogar.
Recuerdo una época en que el médico le prohibió tomarlo. Que cuántas
tazas se tomaba por día, pues unas diez, decía. La gastritis que se montó fue
de las peores que le vi. Paraba tirada en cama panza–abajo tratando de mitigar
el dolor con aero–om, unas gotas eficaces para la flatulencia. Bajó su dosis
diaria a tres o cuatro tazas.
El hogar. Para mí siempre fue la cuatro–cero–cuatro. Es un lugar que
llevo ahora en mi imaginario. Mi hogar es la ciudad en la que crecí, no aquí a
miles de kilómetros de distancia.
En mi primer trabajo –el cual sólo recuerdo por el café– era lo único
que se servía. Trabajaba en limpieza en una oficina de seis o siete despachos
del aeropuerto de Ámsterdam. Como escritora, no era el trabajo ideal, sólo para
acumular experiencia y ganar un poco de dinero antes de empezar a estudiar. El
primer día, el jefe me pidió que le haga café a todos los empleados. ¿Café?, me
pregunté yo. Me señaló una cafetera industrial capaz de hacerle café a
cincuenta personas.
Lo único que me quedó hacer era seguir el recuerdo de mi madre quien
todas las mañanas me decía: pon la cantidad de cucharaditas como de tazas vayas
a tomar. Y así lo hice. No puse cincuenta, pero unas diez para veinte tazas, lo
cual, creo salió bien, porque nunca nadie se quejó, y yo empecé a volverme
adicta al líquido negro.
Regreso a la buhardilla.
Una paloma se ha posado en la única ventana que mantengo abierta. Glub glub glub, dice. “Ni se te ocurra entrar”, le advierto
señalándola con mi bolígrafo. Ella se va, pero vuelve. Interrumpe mi proceso de
escritura. No me queda otra que cerrar la ventana e ir a por un poco de café. Y
continuar a media noche con mi relato.
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