Ayer por la mañana unas hormigas gordas visitaron mi baño. No eran unas hormigas normales. Eran hormigas siamesas con dos cabezas. Tenían el trasero rojizo y las antenas negras y además una mirada penetrante. Olfateaban su camino hacia un hoyo negro al fondo del lavamanos, en busca de residuos de jugo de naranja que la noche anterior arrojé por el desagüe. Aparecieron así, de la nada, cuando ingresé al excusado a practicar mis habituales abluciones matutinas.
Caminaban presurosas, impávidas, taimadas, desde el techo de la casa hasta el primer piso. Caminaban en fila, unas yendo a favor, otras en contra -las menos- desde un punto más alto que mi cuerpo. Iban deprisa como soldados apurados en un desfile en busca de una gota de dulzura. De naranja.
Las hormigas fueron mis huéspedes durante ese día. Fui a la universidad, estudié en la biblioteca y cuando regresé a casa ellas seguían allí trabajando. Se convirtieron en mis compañeras de estudio durante esa noche hasta que de pronto fueron víctimas de un asesinato.
La dueña de casa, tan ordenada y limpia ella, entró a mi habitación. ¿Cómo estás, Corita?, preguntó y se metió directo al baño.
No tardó en descubrirlas. "¡Mira la cantidad de hormigas!", exclamó. Y sin analizarlas mucho a mis hormigas siamesas compañeras de estudio y de jugo de naranja, humedeció una toalla, la posó sobre ellas y en pocos segundos las hormigas desaparecieron de la faz de mi lavamanos. En ese momento me pregunté: ¿Dónde estará el hormiguero?
Al día siguiente subí al techo de la casa y comprobé que las hormigas vivían en una madera porosa al lado de una claraboya.
No hice nada por evitar ese asesinato. Mis amigas las hormigas no me visitarían nunca jamás.
1 comentario:
Casi lloro mi Su. Un abrazo!
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