Cada vez que llego a Perú, sobre todo los últimos años, me albergan una multitud de emociones. Emociones variopintas. Algunas de ellas son explosiones de alegría por los reencuentros amicales, copas de pisco sour, cebiche de pescado, andanzas por las calles del centro del distrito de Pueblo Libre. Otras, también, de infinita paz, contemplando las olas romper en las playas de Islay, compartiendo infinitos almuerzos con la familia.
Sin embargo, esta vez, ha sido la desazón la que me ha invadido desde el momento en que pisé suelo patrio. Días atrás, antes de la Navidad, habían empezado los paros a nivel nacional a raíz del autogolpe perpetrado por Pedro Castillo y el contraataque del Congreso de la República, al vacarlo de su puesto, y colocar en su lugar, tal como correspondía, a la vicepresidenta, Dina Boluarte.
Un país tiene un rostro o miles de ellos. Y el Perú es un país con un rostro partido en mil pedazos. que tira de un lado para el otro para intentar cobrar justicia. La Justicia nunca se da del todo. La justicia es para aquel que tiene mayor poder económico. Es por ende, a medias. Justos pagan por pecadores. con palabras tan fuertes como terroristas o fascistas de la peor calaña.
En este viaje he escuchado de todo, pues es fácil calumniar en el Perú. "Que vengan los francotiradores a ametrallar a todos los manifestantes", era una de esas. Otra: "Dina, asesina" porque envía a la policía a matar a inocentes. "Los terrucos están infiltrados", algo que no deja de ser lo típico. "Estamos en una dictadura fascista", los más publicados en las redes sociales.
Estos comentarios son propios tanto de izquierdas como de derechas, de la más extrema envergadura. No olviden que al final los extremismos se parecen; tienen el mismo objetivo: erradicar de un manazo aquello que no conviene. Por eso vemos las opiniones extenderse sin filtro en un medio como Twitter, el peor cáncer del periodismo.
Es triste viajar así, ver a los taxistas que viven del día a día sumidos en un paro obligatorio, sin poder salir de sus casas allá en las afueras de la ciudad, debido a las vías bloqueadas por pedrones que arrastraban los manifestantes con una grúa desde los cerros. Es triste ver a la ciudadana de a pie que vende su comida en la esquina intentar defenderse con unos pocos centavos, y tener que irse a casa con lo mismo que gastó para su movilidad. Es lamentable contemplar vacíos a los restaurantes que han invertido en mejorar su menú al más exigente comensal. O también a todos aquellos que dependen del turismo, ver sus viajes cancelarse unos tras otros.
No sé a dónde lleguemos con nuestro país. Tampoco sé qué bando tiene la razón. Este es como si fuera un enfrentamiento entre el gobierno y el pueblo más profundo del Perú. Sin embargo, me cuesta creer que el pueblo más profundo del Perú sea capaz de invadir aeropuertos, quemar ambulancias o carros policías, invadir agroexportadoras, ingresar a destruir la infraestructura de las minas, levantarse los rieles del tren a Machu Picchu.
¿Hay acaso gente infiltrada que está utilizando a gente inocente para boicotear al país?
Hay quienes dicen que es gente del gobierno o de las fuerzas del orden. Sin embargo, no olvidemos nuestro pasado más oscuro en los años ochenta ni tampoco el poder del narcotráfico y de la minería ilegal. Es fácil señalar con el dedo algún culpable, es difícil aceptar que los poderes que están convergiendo y dañando la democracia en el Peru proviene de ese rostro quebrado en mil pedazos dispares compuesto de víctimas y verdugos.
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La falta de credibilidad en el gobierno peruano ha provocado una falta de respeto por las autoridades de parte del ciudadano común. Las instituciones más importantes del país han caído en la más pura deslegitimización. Los casos de corrupción en el parlamento y en el ejecutivo dejan mucho que desear. Delincuentes disfrazados de políticos se protegen bajo la inmunidad parlamentaria porque saben que si salen de allí, de ese curul que les ha dado el pueblo, irán directo a la cárcel. No les conviene un adelanto de elecciones, ni modificar leyes a favor de la democracia. Se han acostumbrado en los últimos años en ejercer un papel moral, en un ente que destituye presidentes elegidos por el pueblo.
¿Cómo es posible que el Perú tenga a todos sus ex-presidentes procesados? A ver nómbrenme alguno que no lo esté. ¿Francisco Sagasti?
Lo triste es que todo lo avanzado, aquella modernidad lograda, que le hubiese encantado ver a mi padre, está ahora en retroceso o en parálisis. El peruano que se ganaba sus frijoles haciendo empresa o comercializando productos, está viendo su economía paralizada, a pesar de que digan que es la mejor economía de la región, a nivel macroeconómico, quizá.
Nunca había visto mis calles tan vacías en Perú, las mismas bocinas no desataban sus polémicos sonidos. El Perú era un país de rostros tristes. Era. Y lo sigue siendo.