Todo empezó cuando a mis doce años decidí escribirle una carta a Mario Vargas Llosa. Era 1990 y él acababa de perder las elecciones presidenciales del Perú. Con la ingenuidad de una pequeña muchacha, le escribí cuatro folios a mano con letra de niña. A esa edad creía en lo imposible, y volqué mi admiración y mi primer amor hacia él. Ya había leído dos libros suyos y desde que me guiñó el ojo en uno de sus mítines en una plaza pública de Arequipa, su ciudad natal, me enamoré; pero no esperaba una respuesta.
Una noche mi padre llegó a la casa con un sobre en las manos. Decía: correspondencia Barranco-Lima. Cuando lo abrí, lo primero que leí fue su nombre membretado en papel: “Mario Vargas Llosa”. Y la firma del escritor. Fue algo breve pero inmenso para mí. Nunca supe por qué me respondió la carta. Si Vargas Llosa se sentaba a escribirlas o si mujer se las dictaba a su secretaria. Eso me pasó con el Sartrecillo Valiente. No una sino varias veces.
El tiempo pasó, fui creciendo. Y después de once años decidí escribirle de nuevo, a ciegas. Deposité la carta en el portón de seguridad del edificio donde vive, con el encargo: “Al piso seis”. Y me llegó otra respuesta sin esperarla. Pensé que quizás tenía suerte. La carta describía la vocación del escritor, una disciplina difícil de conquistar. Y decía: “Pasé mi infancia en la misma calle que vives”. Una calle del barrio de Miraflores llamada Diego Ferré. El aspecto íntimo de su respuesta demostraba el tiempo que se tomaba el escritor en responderle a escribidoras como yo. ¿Acaso todos los días se daba el trabajo de responder todas las cartas? Es un misterio.
Un día oí que Vargas Llosa iba a pasar unos días por Piura, el escenario de La casa verde, y la ciudad del norte del Perú donde yo vivía. Mi ingenuidad aún seguía en pie y en una carta le pregunté si era posible conocerlo en persona. Días después recibí una respuesta por e-mail: decía que él y su mujer, encantados, deseaban conocerme y que me acercara a ellos apenas pudiera. Ese día tardé en acercarme porque no lo podía creer. A veces lo imposible no es como uno lo imagina. A veces resulta mejor de lo que se espera.
Al día siguiente saludé a Patricia Llosa en plena entrega de un honoris causa en una universidad local. Ella, muy amorosa, como si me conociera de años, me dijo para reunirme con ellos después de la ceremonia. El barullo fue tan grande que Vargas Llosa tuvo que treparse al primer auto policía que encontró a su disposición, pero aquello no hizo que ellos se olvidaran de mí. De pronto vi que ella se acercaba.
–Ven a desayunar con nosotros mañana -me dijo, sonriéndome.
Nunca imaginé desayunar con Vargas Llosa. Una hora sentada en su mesa compartiendo huevos fritos, jugos de frutas y pan. El desayuno duró más de una hora, más del tiempo usual que el escritor concede en entrevistas.
–¿Y usted escribe todos los días, incluso cuando está de viaje como hoy? –le pregunté.
Estábamos en un hotel en Piura, en una mesa veraniega, al lado de una piscina.
Él terminaba su jugo de papaya.
–Siempre –me dijo–. Siempre.
Cuando me despedí de él, me dio tres besos.
Así era en Cataluña, me dijo.
Y se fue con ella.
* Relato publicado en el número de colección de Etiqueta Negra. Año 9. Número 91.