jueves, junio 04, 2020

Nostalgia


Llueve en mi jardín, no sólo en mi jardín, también en el del vecino, en la casa de enfrente y en la de ladrillo. Llueve en toda el área que abarca mi pupila, allí hasta donde alcanzo a ver el techo de una granja. Me pregunto si soy ahora como los pasados Tiahuanaco que en sus tiempos de sequía esperaban el agua que nunca llegó y acabó con sus vidas. 

Hacía mucho que no llovía aquí. Mi termómetro marcaba los 29 grados Celsius ayer a la sombra. Los últimos días, la sofocación de la humedad era parte de mi hastío; la blusa que se me pagaba al cuerpo, mi buhardilla un cenáculo del sudor, el aire cargado de minúsculas partículas de agua.

Yo trabajo en el jardín, trato de arreglar el huerto todos los días. Mi vecino me decía ayer mientras yo separaba unas calabazas de las matas de unos pepinos, que le estaba preocupando la falta de agua. "Estamos usando todas las reservas de la granja del vecino", un pozo de agua natural que discurre debajo de la tierra que ahora piso, y de la que muchas casas a mi alrededor también disponen.

Mi suegro (76), por ejemplo, es de aquellos que utiliza más de trescientos litros por día en regar su pequeña huerta que es para el autoconsumo. Es su hobby, me indica. Me aconseja regar todos los días para que  el césped de mi jardín sobreviva al calor. Pero pienso en ellos, los campesinos que viven de esto: del espárrago, las fresas, las papas, las manzanas, las coles y las habas que cultivan.

Desde que empezó esta crisis llamada Covid-19, la llanura holandesa ha recibido poca agua, y ha abierto el fuego en dos parques nacionales. Uno de ellos a veinte kilómetros de aquí. Helicópteros pasaban todos los días por encima de mi casa.Sin embargo, después de ochentaidós días, el alma llueve. La gente sale con paraguas a sacar a sus perros a la calle. Perfecto clima para recogerse al pie de un sofá, y leer un libro.

***

Esta mañana leía a Mircea Cartarescu, el escritor rumano. Qué prosa tan profunda. Directo al alma triste de mis ancestros. En su libro El ojo castaño de nuestro amor, título alucinado además, reflexiona sobre su relación con Bucarest, su ciudad natal, y refiere a las células que lo unieron a ella durante su infancia. Decía que vivía en un arrabal y que su conexión con el centro de la ciudad era una neurona con dos únicas sinápsis relativamente seguras. Una tía lejana y su madrina. Los dos caminos eran su único mundo durante la niñez. "Todo lo que el interior tenía de austero lo tenía de gongorino el balcón de hierro forjado de inflorescencias, con horribles cascarones trenzados entre sí" (p.38). Me pregunto cuál es mi relación con Arequipa, la ciudad que me dio la luz.  Pienso en la arteria doblegada al tráfico vehicular que trepa hacia las faldas de un volcán, los ojos que despertaban con el primer rayo que se colaba por las persianas, en la colección de Gran Tesoro de la Juventud por el que solía pasear con la mirada, y en el cónico volcán de faldas amoratadas que nunca he llegado a conquistar. Me conecta con ella la herencia de mi padre (su hermana, mis primos, mis tíos) y mi hermano que vive confinado en una casita en las afueras de la ciudad estudiando senecios. 

Me une a ella la nostalgia. No hay nostalgia sin amor. Y es amor lo que siento por ella, por mi patria pequeña, de macizas construcciones blancas.


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