viernes, julio 26, 2019

Deja vu en una noche de verano


La almohada de mi cama parece haber sido sacada de alguna chimenea. Quema mi colchón, mi mesita de noche, el suelo de madera de mi casa. Y no sé cómo dormir a la medianoche, a cuarenta grados de calor.

Un deja vu.

Quince años astrás, el calor piurano. Recuerdo los veranos quietos a la sombra de los algarrobos del desierto sechurano; las vainas caían desde sus ramas y pinchaban los neumáticos de mi bicicleta. En la esquina de la casa en la que vivía, un perro famélico de color crema dormitaba el día entero a la sombra del quiosco de un zapatero (su dueño). Y a mí se me cerraban los ojos mientras el run-run de los mototaxis en la avenida Country eran tránsfugas de un sueño. La señora de ojos caramelo me tocaba la puerta del dormitorio para mantenerme despierta, siempre vestía una tela azul, estampada de flores naranjas. Era imposible. Caía presa de pereza.

Este calor holandés es menos o más el mismo que esos verano en Piura. La bruma aplasta su aire cargado sobre nuestros cuerpos; ingresa como una marejada sigilosa por las ranuras de las puertas (y de las ventanas), y nos mantiene quietos dentro de los salones más fríos de las casas. Es como la molicie. Pesada. Amarilla. Lenta. El calor derrite las calles de ladrillos rosados. Y pone al país de cabeza.

De pronto escucho por las noticias que más de ciento treinta vuelos se han cancelado en Schiphol, uno de los aeropuertos más transitados del mundo.  Cien mil pasajeros terminan varados en los pasillos esperando un vuelo de conexión que no despega. En el centro de Ámsterdam, las tiendas cierran sus puertas hacia las doce del mediodía.  Y mis vecinos salen a las diez de la noche a regar sus plantas, sentados sobre un banquito de plástico. Y las moscas se reproducen en los dinteles de las ventanas, y aterrizan sobre el teclado de mi ordenador.

Nunca antes había vivido un calor tan agobiante. Ni en Piura. Ni en el Sahara. En aquellos lugares el aire circulaba hacia las cinco de la tarde, y refrescaba nuestras sienes pobladas de sudor. Aquí en Holanda, no. Las casas no se ventilan; las paredes son como brasas que tardan horas en enfriarse. Y si afuera hacen veinticinco grados, adentro treinta y cinco.

A adaptarse a los nuevos tiempos.

Y mojarse, chapotearse, ponerle a la vida un ritmo más apaciguado, más lento y alegre. Y sentarme a ver el Tour de Francia. Como quisiera vivir en la montaña, sentir el aire frío del aire acondicionado. 

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