Puno, una ciudad a la que le tengo cariño, me acogió en mis inicios como viajera.
Viajé allí sola. Tomé el autobús más barato desde la ciudad de Arequipa, con la idea de explorar el Lago Titicaca y de escribir una crónica sobre el carnaval. Yo sabía que quería viajar, asumir la metáfora del poeta portugués Fernando Pessoa, de "perder países" y de borrar de alguna forma mis fronteras. Llegué allí con una mochila cargada con suficiente ropa para un mes o más: una cocinita eléctrica de una hornilla, comida que había sacado de la despensa de la casa de mi mamá, un botiquín y varios libros de lectura.
Cuando bajé del bus un gélido aire me congeló el rostro. Estaba en el Altiplano a unos tres mil ochocientos metros de altura. El aire era frío a la sombra, mientras al sol era capaz de quemar mis entrañas. Caminé algunas cuadras con mi mochila al hombro, por la avenida El Sol en dirección al Estadio Municipal en busca de un hotel. Me sentía como si fuera una extranjera de esas que exploran su país sin saber adónde van. Me alojé en el primer lugar que encontré; era un edificio de unos cinco pisos de color amarillo. Se llamaba El Dorado, como casi todos los hostales del Perú. Estaba situado en medio de un pequeño laberinto de tenderetes que invadían las calles aledañas: fruteros, verduleros, ropavejeros, yerbateros, abarroteros, gritando a diestra y siniestra los precios de sus productos.
Yo era tímida entonces, todavía lo sigo siendo, era un poco extraño para mí llegar sola a una ciudad que desconocía. Recuerdo que me tumbé en la cama de mi habitación a descansar, pero así como le sucede a todos los viajeros que llegan por primera vez a una ciudad, me sentía incómoda; afuera gritaban. "Sandía, sandía" por un magnetófono, así que sin poder pegar el ojo, salí sin rumbo conocido.
"Nunca me había atraído conocerla.
La única vez que tuve la oportunidad de visitarla
fue en una excursión con el colegio."
Sí, Puno, esa ciudad de la que siempre se hablaba en mi natal Arequipa, era vista por mis paisanos como una ciudad serrana y poco desarrollada. Nunca me había atraído conocerla. La única vez que tuve la oportunidad de visitarla fue en una excursión con el colegio. Ninguno de mis compañeros se puso de acuerdo a la hora de la votación. ¿Puno? Todos preferíamos ir a la playa más cercana a emborracharnos que conocer el mágico Lago Titicaca.
Salí del hotel con un mapa de la ciudad en mis manos. Subí por una calle en la que habían cómicos ambulantes rodeados de corros de gente que reía de cualquier disparate. También habían vendedores de huevitos de codorniz y ancas de rana, y uno que otro chocolatero ofreciendo chicles y caramelos. Llegué al Parque Pino en un suspiro, habían varios escolares lamiendo helados, correteándose en sus uniformes, bajo la supervisión de sus mamás. Atravesé la peatonal Lima, la más turística; zampoñas estallaban de unos parlantes, y al final, la Plaza de Armas que se abría en un terraplén, con una iglesia imponente, de estilo cusqueño, mirando al Lago Titicaca. Me senté en las gradas de la catedral a fumarme un cigarrillo. Canillitas venían a preguntarme si quería limpiar mis zapatillas. "No tengo dinero", les repetía.
No sé por qué durante ese viaje sentía melancolía. Estaba sola. Era mi primera vez sola en una ciudad de mi país, en una ciudad que desconocía. Sin sentirme satisfecha con mi caminata decidí andar más allá, subir la cuesta del Jirón Déustua hacia el Mirador de Manco Cápac. Quería ver el Lago Titicaca.
*
Siempre me ha gustado explorar ciudades. Digo "ha gustado" porque todavía me sigue gustando caminar por las calles más escondidas de las ciudades del mundo. Antes de llegar a Puno había vivido un tiempo en Pamplona (España); simplemente disfrutaba caminar por el casco viejo, explorar esas callecitas de piedra con portones desvencijados, con las cerraduras oxidadas. Siempre me preguntaba: ¿Quiénes vivirían allí? Lo mismo hice en Puno. Me dediqué a explorar la ciudad y a tomarle fotografías a todas las fachadas de las casas que llamaran mi atención. Casas viejas, derruidas, de adobes; algunas colgaban macetas al lado del portón; otras, debido a su abandono, dejaban crecer los cactus y el pasto caóticamente en las ventanas o los alféizar. Me dediqué a pintarlas. Escribía en un pequeño cuaderno relatos de una casa sobre cómo serían sus inquilinos. Una tarde me di por sorpresa con una señora que coleccionaba muñecas. Las vestía con trajes típicos del carnaval de Puno, que es famoso, y las tenía detrás de vitrinas.
"Me quedé varias semanas
anclada a las orillas del Titicaca,
y a pesar de esa nostalgia
que guardaba en aquella época, le tengo cariño."
También viví el carnaval de esa ciudad. Me fui con mi cámara al estadio central a mirar las comparsas y los bailes. Mujeres con faldas hasta los muslos bailando la saya; hombres llevaban máscaras de diablos o trajes de osos. Me sorprende ahora cómo me atrevía a hacer todas esas cosas en aquella época. No le temía a nada, simplemente me lanzaba a ello.
Ahora miro con melancolía a Puno. Le comentaba a mi compañero que yo alguna vez había vivido allí. "¿En esa ciudad?", me preguntó pasmado. Sí, en esa ciudad que para muchos es poca cosa comparada con Cusco o Arequipa. A mí me gusta Puno, le guardo un cariño certero. Me quedé varias semanas anclada a las orillas del Titicaca, y a pesar de esa nostalgia que guardaba en aquella época, le tengo cariño. A una ciudad no sólo se le quiere por su fachada, sino que se hace con vivencias. Me pasa con otras ciudades que para muchos no significa gran cosa, pero a las que les guardo un espacio honesto en mi corazón de aventurera. Piura, Chiclayo, Puno, Cerro de Pasco, La Paz. Lugares sin rostro, pero con alma.
(continuará)
Susana Montesinos (2016)
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