A veces las horas pasan sin darnos cuenta. salimos a tomar un café, a comprarnos quizás algo de ropa, a tomar aire y hacer el amor, pero cuando llega el momento de partir no sabemos a veces qué está pasando.
Yo sé hacia dónde voy, o por lo menos creo intentar saberlo. Voy en un viaje organizado hacia el sur del mundo, una ciudad cerca al Polo Sur, con 20 ciclistas a lo largo de los Andes. Qué admiración me diría cualquiera: de norte a sur en bicicleta, qué impresión ! Sin embargo, debo confesar que a ratos no sé qué tierra firme estoy pisando. Cuál es mi continente. Cuál mi isla. Cuál el camino que estoy recorriendo?
-Hey hermano, ¿sabe usted en dónde estoy?
-Bueno, usted está ahora en Leiden, aunque su mente ya vuelve y vuele por los Andes.
No quiero escribir ahora sobre romanticismos ni ideales ni tampoco heroicismos... menos aún de todos aquellos viajeros que recorrieron el continente en busca de tesoros escondidos. Quiero hablar de mí y de mi anticipación. de todas aquellos escenarios que estoy por adelantado imaginando, y con amor.
A partir del lunes no tendré un refugio estable. Cada día andando. Como nómade por los desiertos. Tratando de redescubrirme en el camino. De pueblo en pueblo. Tampoco tendré calefacción. Siempre abrigada por el eslípin, abrazada a la bicicleta, compartiendo la comida que le sobre a todos. Pidiéndole a las estrellas que me devuelva mi estado de naturaleza. Te quiero y no te quiero (ver). Discando los números de teléfono a la antigua. Mejor gablemos quechua señores, que no me entiendo.
Yo sólo vivo aquello que siempre me repetí a mi misma desde pequeña: ¿y por qué no?
Debo dejarme llevar por el viento. Me muero de sueño. Aprendo a volar.