sábado, marzo 11, 2006
Machupicchu
Machupicchu, no sé qué palabras utilizar, eres una ciudad completa abandonada al azar. Amaneció lloviendo. “En Machupicchu debe de estar lloviendo terrible”, comentó mi hermano especialista en meteorología. Me mandó a comprar un poncho de plástico; él llevó su codiciado y famoso paraplu, consejo de nuestra mamá, porque debe estar lloviendo tropical. Pero yo más serena que nunca, con la sabiduría de haber estado hacía dos años atrás en la ciudadela inca en la misma época, le discutí que no iba a llover, que la madrugada era un mal presagio delo que iba a desarrollarse al mediodía, que de seguro se iba a despejar, que el sol ardería sobre nuestras cabezas.
-Anda compra tu impermeable que el paraplu no nos va a proteger a los dos -insistió mi hermano.
-Manan, se va a despejar –respondí.
Y una señora gorda que vendía impermeables:
-Señorita, yo soy de acá y le aseguro que va a llover arriba.
-No, señora, yo ya he estado aquí.
-No se arriesgue. Sólo está tres solcitos, arriba este impermeable [un plástico sacado de la cachina] cuesta cinco o diez soles.
Me quedé callada un momento. Miré a mi hermano. Con los ojos me decía obe-de-ce, obe-de-ce. Y al notar esa súplica, la verdad, no puedo desobedecer a mi hermano cuando de lluvias se trata, no hice otra cosa que comprarle un impermeable verde fosforecente a la señora gorda de vestido rosado que tan insistentemente me ofertaba a tres nuevos soles.
-Tome, señora.
-Gracias.
Subimos a las siete de la mañana en un bus que esperaba, típica de nuestro adorado país, a que se llene de pasajeros. Habían pocos gringos, algunos nacionales, sentados a que llegasen las últimas personas para arrancar de una vez a la altura de esa montaña de precipicios tan estrepitosos llamada Machu, que en castellano se traduce a Viejo. Machupicchu, en quechua postularía una pregunta “¿Machupicchu?” : “¿En el viejo?”. Hiram Bingham, para llegar allí, debió trepar montañas, enfrentarse a bosques espesos, a animales desconocidos, a lugareños desolados, ¿cómo habría llegado hasta la punta de ese cerro que desde las faldas se ve inaccesible? Las historias cuentas que fueron las familias de la zona de Aguas Calientes quienes habían oído hablar de restos incas allí arriba y decían Machupi en su idioma natal: “En el viejo”. “¿Machupicchu restosincata?” : “¿Restos incaicos en el viejo?”. “Arí, restosincata machupim”.
El bus por fin partió.
Los estratos cubrían Machupicchu aquella mañana. No veíamos más que un pavimento de piedra que nos conducía a algún lugar de ese paisaje misterioso envuelto en nubes madrugadoras. Trepamos unas escaleras. Llegamos a unos andenes que subían y subían hasta una casita solitaria con techo de paja. La garúa era intensa, pero no asumí la puesta de impermeable y aguanté gracias a mi terquedad. Llegamos al punto más alto a paso acompasado, para cuando Machupicchu se despeje tenerlo en pleno ante nuestra mirada.
Nos sentamos en un almacén rectangular de piedra, de cuatro puertas. Nos apoyamos a una de sus paredes tan gruesas como tres o cuatro paredes de una casa normal, hoy nuestras. Por momentos entre las nubes, al otro lado del paisaje, aparecía la punta de una montaña, conocida como Waynapicchu. Pero las nubes eran nuestra tregua. “No se va a despejar”, decía mi hermano. La garúa apenas se sentía y confiada de mis sentidos presentía que el sol pronto se impondría en este pedazo de mundo.
Y el cielo se abrió cuarenta minutos después.
Bajamos las escaleras emocionados. Tocamos cada piedra como si fuese la última. La pregunta del día sería: “¿Wasichu?”. La gente llegaba de todas partes. Auquénidos aparecían en el camino, en las escalinatas, en los jardines, en las construcciones. Y el sol no se iba a ir más, alumbraba encima de nosotros como si fuese parte de una película. Los incas fueron kapos en construir una ciudad en el mejor sitio del mundo: inaccesible y con el mejor clima, la única forma de llegar (para ellos) caminando. En canoa es imposible, las turbulentas aguas del Urubamba los hubiese hecho pedazos.
Pensar que los españoles nunca llegaron a estos lares parece increíble. ¿Es Machupicchu a famosa ciudadela inca que siguen buscando los geógrafos y aventureros? ¿Existen otros lugares más imponentes que Machupicchu en el Perú? ¿Cómo pudo desaparecer una civilización capaz de construir una ciudadela que nosotros mismos somos incapaces de planificar? Si comparamos con las ciudades más importantes del territorio patrio. ¿Qué plan urbano tenemos nosotros al lado de los Incas? Aunque me vengan los teóricos con la idea de que los Incas fueron una raza de lo más déspota, ellos supieron por medio de un sistema comunista, por así decirlo, organizar su imperio. Mataron y sometieron a varios pueblos de los Andes a costa del poder, pero los incas consiguieron cimentar una arquitectura de dimensiones inexplicables, con canales de riego que evitaban las inundaciones, con jardines que dividían lo mágico-religioso de lo administrativo y político, con escalinatas que llevaban a todas partes, incluso al andén más al fondo del precipicio, con relojes solares que medían la hora y no se malograban.
¿A pesar de esa grandeza, cómo pudieron desaparecer tan fácil del mapa? ¿Qué testimonios tenemos de los cronistas-conquistadores?
Recorrimos la zona sagrada de Machupicchu más rápido que volando. Tomamos fotografías de turista de “yo estuve aquí” porque, confesamos, nos sentimos mareados con toda la mala vibra de la gente que se amontonaba en una piedra a sacar fotografías de a pocos. Buscamos un refugio en donde descansar y beber algo de agua y por suerte hallamos una wasichu con asientos de troncos de árboles y a una pareja de peruanos que estaban en la misma situación que la nuestra.
-¿De dónde son ustedes? –preguntaron.
-De Arequipa –respondimos.
-¿De Arequipa? ¿En serio? –se nos quedaron mirando-. Nosotros también somos de Arequipa.
Conversamos de lo típico. Que qué lindo Machupicchu, por quién vas a votar en las elecciones presidenciales, por qué el Perú está tan corrupto, dónde quedó la cultura.
Seguimos recorriendo más recintos incas. La ciudadela era interminable. Los turistas hacían cola para subir a la montaña –según yo- más peligrosa de todo el lugar, el Waynapicchu, en donde descansan en la punta también restos arqueológicos incaicos. Dos años atrás trepé sola el Waynapicchu y prometí nunca más volver a hacerlo. Llegué a la cima, tomé un par de fotografías y bajé volando a mi seguridad. En cualquier momento una piedra podía hacerme resbalar y suájata desaparecía.
El día no alcanzó para ver esta ciudad completa de los incas. Incluso tiene su carceleta y sus servicios higiénicos incaicos. Hay una zona de la ciudadela que no se terminó de construir. Los muros son tan gruesos que nadie podría derribarlos, e incrustados a ellos habían ventanas sin salida, en donde crecen yerbitas y pedirofitas.
Descendimos la montaña caminando. Eran las cinco de la tarde y todavía llegaban turistas a Machupicchu. Le preguntamos al portero qué significaba el nombre Waynapicchu: “significa joven”, nos dijo. Pensé: frente al viejo. Y a medio camino empezó a llover. “yo no me pongo el impermeable”, le dije a mi hermano. Pero él si usó el paraplu. Por algo nos acompañó en el camino. De algo nos sirvió la pequeña carga. Machupicchu quedó atrás, sólo en el recuerdo y en nuestra mirada. Fueron estos ojos quienes tuvieron el privilegio de verte Machupicchu.
Y la historia no termina aquí.
Al terminar de bajar el viejo Machu y de cruzar el río Urubamba por un puente colgante vimos al fondo un punto marrón. Era el barbudo. El señor de la boína con estrella roja. Aquella fue la última vez que lo vimos.
Al cruzarnos con él nos saludó y dijo en voz baja “viva la revolución”.
Después de ver al Viejo vale la pena pensar en revolución. (silenciosa)
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