Era un pueblo pequeño, de unos veinte mil habitantes, a orillas de un lago. Llegué allí en una autobús atestado de gente que seguro vivía allí o iba a comerciar sus verduras o a visitar a algún familiar. El terminal terrestre estaba en la parte alta del pueblo, y desde allí, como en un mirador, se veía un océano azul perderse en su intimidad.
No recuerdo muy bien cómo era el centro. Caminé hacia allí con una mochila y el queso que me había comprado dos días antes en el mercado. En esa época trataba de ahorrar, de estirar el dinero lo máximo posible. Mi misión era quedarme varios días en Puno. Conocer bien la región, sin imaginar que terminaría visitándola con regularidad.
Juli era un pueblo del que jamás había escuchado hablar en los relatos de mi familia. Nosotros no teníamos ningún lazo con Puno, ninguna historia de haciendas expropiadas -como la tenían otras familias- durante la dictadura de Velasco Alvarado. Tampoco conocíamos a alguien que tuviera ascendientes allí. Ni siquiera Mamá Benita, que en sus narraciones extraordinarias, nunca mencionó el nombre de Juli.
-¿Juli? -se preguntó cuando le mencioné mi descubrimiento.
-Sí, Juli, Benita.
No, jamás había escuchado hablar de ese lugar.
Lo primero que me llamó la atención al caminar fue una iglesia impresionante de la época colonial, construida enteramente en granito. Estaba parada al lado de un terraplén. La iglesia tenía diez metros de altura, un campanario y una nave que podría ser del tamaño del Arca de Noé. Caminé un poco más. Una cuadra o dos, se levantaba otra iglesia que parecía una catedral. No era la única. Habían muchas iglesias más en ese pueblo de cien almas. Cuatro iglesias en cinco cuadras, una de ellas en ruinas, sostenida con vigas, que había sido destruida por un rayo en 1914, rodeada de un muro de piedra, y un arco que miraba al Titicaca.
Estas iglesias habían sido construidas por los Dominicos a principios del siglo dieciséis, concluídas por los Jesuítas en el diecisiete. Catequizaron la región a través del lenguaje y el arte, hoy parte de la Escuela de Pintura Cuzqueña. Eran cuatro iglesias. Una escuela para los Indios Nobles, y un convento. Juli es recordada como "La Roma de América".
Me quería quedar allí a vivir. Me imaginaba alquilando una habitación para escribir las mejores historias jamás imaginadas. Las ranas gigantes que nunca vi. Las embarcaciones que navegaban sin horizonte. Los campesinos trabajando la tierra. Las mujeres aymaras con sus sombreros a lo Charles Chaplin. La lengua puquina que habitó esa región, y que después, sin dejar huella, desaparecería de la faz de la historia.
Juli era un pueblo ahora medio abandonado. ¿Las iglesias oficiaban misa? No vi ningún cura caminar por allí, ni monjas, ni sacristanes, ni siquiera un museo que describiera los años en la colonia. Entré a una tienda a comprarme unas galletas. La señora que atendía parecía estar aburrida mirando una telenovela pasada de moda. Me vendió unas galletas de naranja marca chomp que las degusté en el camino. En el centro del pueblo no había ningún alma que recordase aquella época histórica de Juli, "La Roma de América". Sí, ese es el apelativo de Juli. La Roma de América. Durante la colonia inspiró el arte de la Escuela de Pintura Cuzqueña.
Recuerdo que subí la cuesta hacia el terminal de autobuses. Allí tomé la combi que me llevaría de regreso a Puno. Quería volver, sí, y pronto.
(continuará)