martes, diciembre 27, 2016

Suele ocurrirme que cuando camino aparecen los mejores temas, ideas, definiciones para escribir. Brotan de la nada mientras ando entre las tiendas de una ciudad o pedaleo entre los árboles macizos de algún bosque o degusto de un café en la cafetería más rascuache de cualquier avenida.

Ahora que me acabo de sentar a escribir con la mente puesta en esa idea... se me ha ido, se fue por alguna parte, me obliga a teclear cualquier cosa, a buscar redefinirme.

Sí, redefinirme, reinventarme, rehacerme. No es que ando mal definida, ni tampoco desorientada, me va muy bien, pero en esta sociedad en la que vivo -en la que no crecí- me obliga a pensar en mi identidad. Y a repensarla.

Llega un momento en la vida -la crisis de los cuarenta, le dicen- en la que uno necesita volver a ser sí misma. No es que yo no lo haya sido antes, pero inconscientemente uno siempre anda ocupado en adaptarse. En eso ha consistido mi vida en los últimos quince años. Adaptarse y adaptarse.
Y luchar por un lugar.

He dejado de luchar como lo hacía antes, ahora es de otra manera. Creo que he encontrado mi puerto por el momento. Tengo una casa, una hija, una familia, un marido hermoso que me da estabilidad emocional y me deja ser. Un trabajo que es libertad y me permite hacer lo que más me gusta: dar clases. Vivo además en uno de los países más estables de la tierra, ¿por cuánto tiempo? no lo sé.

Pero siempre llevamos carencias, es verdad. El patio del vecino suele ser siempre más brillante que el de uno mismo. No evitamos compararnos con la vida de los otros. A veces vienen los olvidos de "de dónde venimos". Hasta nuestro idioma materno lo tarareamos de diferente manera. Y nos tomamos las cosas con demasiada seriedad, los sueños que tuvimos de niños por ejemplo.

Hay que dejar fluir, fluir para ser, para que la vida nos lleve, no resistirnos, aceptar los cambios.
Por eso he decidido que en este 2017 yo también voy a cambiar para mejor. Empezaré por seguir agradeciéndole a la vida lo mucho que me da, y por redefinir aquello que siempre he querido hacer. Escribiré sin contratiempos. Me entrenaré para aprender a estar quieta con mi escritura. Me suele costar demasiado esfuerzo sentarme a conversar con ella, generalmente necesito una taza de café. El internet no es buena compañía, tampoco estar en casa en mi estudio. Aprenderé a desaprender, mi misión este año, mi nueva definición. Ahora se me viene una canción de Charlie: ¿cuántas veces tendré que morir para ser siempre yo? No lo sé. Cambiaría ese "morir" por "caer", la salvedad del caso.

!Feliz 2017! Les prometo que seguiré perdiendo países por siempre, hurgando en los límites de mi geografía.



lunes, noviembre 07, 2016

Continuamos con el diario. La última semana he escrito poco, casi nada. Combinar mi vida de 'escribidora' con la de docente y madre de familia es una tarea que implica una buena organización. Dentro de todo, lo sé combinar y sacar tiempo para leer, sobre todo. Creo que no hay nada más importante que leer. Si uno quiere hacerse escritor tiene que leer, es como la gasolina que se le echa al auto.

La semana pasada terminé un libro de Delphine De Vigan, extraordianria escritora francesa de la actualidad. Me identifico mucho con ella. Me encantó su libro "Basada en hechos reales". Relata la relación de la autora con una amiga que conoce por casualidad en una fiesta en París. Su amistad es como muchas amistades que alguna vez seguro nosotros hemos vivido: tormentosa, fraternal, obsesiva, banal, literaria, (a)sexual, sin límites, que nos hace daño. En un momento dado, la amiga de la autora desaparece del mapa. ¿Dónde se metió L.? Había ya hecho mucho daño. Al final resulta ser un personaje que se acerca más a la ficción que a la realidad.

De Vigan aborda el tema de la delgada línea que existe entre la realidad y la ficción. A partir de una autobiografía le da una vuelta de tuerca a esa tentación que el escritor siente al escribir un relato basado en hechos reales. ¿Hasta qué punto es un escritor fiel a los hechos y no los transforma? ¿Hasta qué punto un lector se cree todo lo que un escritor ha escrito en primera persona, utilizando su nombre propio?

Ahora, desde que terminé de leerla he empezado un libro de Mircea Cartarescu "El ojo castaño de nuestro amor". Cartarescu, un autor rumano, autor de El Ruletista, un cuento tremendamente impresionante, es autobiográfico también. Es un poeta a la hora de describir el escenario que le rodeó en la infancia. La descripción de su Bucarest natal se confunde con un cuadro de la segunda guerra mundial: una ciudad en ruinas. Compara el Danubio con una catarata en horizontal. Su gran desdicha es ser heredero de la ruina, dice. Su mundo está en ruinas después de la posesión soviética. La Ideología que destruye la Historia de una nación. La ficción, la literatura, es lo único que puede salvarlo de ese desasosiego.

Estoy en una de mis cafeterías favoritas de Roermond, ciudad en la que vivo. Se llama Bagels and Beans, sirven un café de los dioses, el mejor capuccino XL. Todas las tardes en las que mi hija está en el nido vengo al Bagels a escribir. Hay veces que no me sale una sola línea, otras, muchas veces, como hoy logro concentrarme y escribir algo. Creo que me viene bien escribir un diario, también mis relatos de viajes, sólo que a veces hay días en los que me pongo gris como el invierno, necesito un poco de motivación para seguir escribiendo, y de cafeína.

jueves, noviembre 03, 2016

Despertar en Cusco


La madrugada de un sábado de enero llegamos a una calle en el centro del Cusco llamada Ataúd. En la parte más alta hay una casa vieja con un zaguán y puertas de madera. Es una casona antigua con varias habitaciones, tres perros y una familia generosa, que alquila habitaciones a los turistas y los viajeros empedernidos como yo a ocho soles. Bastante barato para un mochilero. El hospedaje se llama Ataúd.
Aquella mañana habíamos llegado de Arequipa muy temprano. "¿Dónde nos vamos a alojar?", preguntó mi hermano. "En el Ataúd", le dije, Me había quedado dormida en el bus desde la noche anterior. Cuando desperté alivio de madrugada, ya estábamos en el Cusco. Moría por caminar por sus calles, beberme un mate de coca, sentarme en su plaza, tomarme jugo en el mercado y subir a Sacsayhuamán; La ilusión era tan grande que no tuve reparo en coger la mochila y subir las enormes cuestas de la ciudad. Sólo quería divertirme y disfrutar del aire en esos cinco días en el ombligo del mundo.
Eran las seis de la mañana, dejamos nuestras cosas en El Ataúd y nos encaminamos hacia la Plaza de Armas. Era un espectáculo verla vacía, sólo con gente que iba al trabajo. Estar de nuevo allí frente a la Catedral y a la Iglesia de la Compañía era un despertar de los sentidos. Caminamos por sus portales, detuvimos la mirada en cada tienda, admiramos cada vitrina, piedras perfectamente pulidas que encajan una con otra. Algunas mujeres caminaban en polleras por sus calles. Los restaurante estaban cerrados, sólo algún quiosquito o tienda abierta con olor a periódico. Horneaban pan fresco. Olía a albahaca.
El mercado del Cusco queda cinco cuadras más arriba de la Plaza. Hay que cruzar otras dos plazas, un colegio y un portal con motivos coloniales, para llegar allí. Algún lustrabotas ya nos ofrecía sus servicios. Un viejito tocaba su flauta andina en una calle empedrada, con paredes de piedras incas. Metros más allá, el mercado abre sus puertas a los primeros compradores. Es un recinto rectangular de techo de calamina y ventanas de fierros verdes, habitado por vendedores de cuyes frescos, mujeres preparando jugos y viejos leyendo la hoja de coca.
Mi hermano y yo buscábamos a las jugueras; ellas estaban en fila, con mandiles celestes y guindas, licuando mangos, papayas y granadillas, con zumo de naranja y limón. El bullicio de la madrugada entre los vendedores nos llevó por un pasillo de abarrotes y maíz, terminamos sentándonos en un puestito de venta de café y mates con ricos sánguches de queso y huevo frito. La mujer que atendía hablaba quechua, rimanallan mamay, nos reímos un rato con ella y después fuimos a la feria de Túpac Amaru a averiguar precios de trenes y tickets para Machupicchu. Días después saldríamos para el valle.

***

La vida en el Cusco es cara, no cabe negarlo. Si uno tiene cara de gringo es más caro aún. Pero si uno es peruano y gringo a la vez, miras las diferencias. Yo soy así, una gringa peruana, mi hermano también. En lugares turísticos confundimos a la gente. Al final, todo sale bien.

Al mediodía comimos nuestros chichirimicos en el balcón de un restaurante en la calle Procuradores. Una recatafila de vendedoras de menús nos empujaban como sea a sus restaurantes. Habían vegetarianos a veinte soles, pitucos a treinta o más, la única que nos convenció era un menú de a diez en un restaurante con balcones que miraba a la calle. Era el menú más barato de toda la cuadra: un chupe de maíz, tallarines rojos y refresco, sentados bajo el sol serrano con límpido cielo azul. Desde allí se ve la Iglesia de la Compañía interrumpido por unos cables de electricidad que cruzan la calle desde los techos. Desde allí vimos cómo un lustrabotas atrapó a un gringo y le cobró veinte soles por pasarle el trapo a sus zapatillas recién bajadas de Machupicchu. Felizmente puso orden una mujer policía que le preguntó al gringo cuánto le habían cobrado. Le habían estafado, le dijo; la policía le pidió al canillita que le devuelva la plata.


***

Subir a Sacsayhuamán es trepar la calle más empinada del Cusco. Dos años atrás la coronamos en el carro de un amigo que llegó con las justas hasta la punta. Nosotros caminamos con una mochila y el paraplú de nuestra madre. En Arequipa estaba lloviendo en las tardes, alguien nos previno que en el Cusco estaba lloviendo más aún. “Lleven el paraplú”, insistió mi madre. Paraplú, sí, es una palabra francesa, significa paraguas. El bendito objeto terminó siendo un personaje durante nuestro viaje. 

Seguro en Machupicchu llovería, pero en el Cusco hacía más calor que en Arequipa. En la subida a Sacsayhuamán nos agarró la sofocación y la agitación por el sol y la altura. Llegamos agotados al bosque de eucaliptos, sin antes pasar por una caseta de control que quería cobrarnos la entrada al complejo arqueológico, costaba setenta soles.
Los bosques de eucaliptos son imponentes. En filas casi perfectas, los troncos de los árboles cubren del sol y protegen del viento. Desde allí se ve la ciudad del Cusco extenderse en todo un valle de cerros rojizos. Caminamos a los restos arqueológicos de Qenqo, una enorme roca con un altar dentro de una cueva. No tuvimos éxito, otro guardia nos detuvo. Nos pidió los tickets de ingreso. Los cusqueños suelen ir a ese complejo arqueológicos a jugar el fútbol, montar caballo y hacer picnic los domingos. Ellos tienen la entrada gratis con salida asegurada.
Pero qué le suceden a los peruanos como mi hermano y yo, de escasos recursos económicos, que también quieren ir a visitar el corazón de la cultura incaica. Nosotros caminamos a Sacsayhuamán con la ilusión de tocar las imponentes piedras de aquella fortaleza inca, de sentirnos pequeños al lado de aquella civilización que se perdió del mapa sin dejar rastro. La sensación es extraña porque eres testigo de una cultura que se perdió y hoy constituye nada más que un recuerdo melancólico y una forma de manipulación, también, por la clase política y las instituciones culturales de nuestro país.

-Su entrada, por favor –se acercó a nosotros un muchacho joven con tickets en la mano, antes de que ingresemos al complejo.
Nosotros estábamos dispuestos a pagar la entrada. La última vez costaba veintiocho soles. Pero siempre existe un sentimiento de querer ingresar libres, por ser peruanos, por formar parte de la cultura de nuestros ancestros.
-Cuesta setenta soles, señorita.
Ya habíamos estado varias veces en Sacsayhuamán.
-Somos peruanos, señor.
-Cuesta igual, señorita.
-¿El mismo precio para todos?
-Sí
-¿Y los cusqueños?
-Ellos entran gratis, es domingo.
-¿Y no hay entrada sólo para Sacsayhuamán?
-No señorita. Tiene que comprar o el parcial o el general.
Qué mala suerte. No teníamos suficiente plata en la billetera. ¿Si sacsayhuamán costaba tanto dinero, cuánto estaría Machu Picchu?
Descendimos la cuesta tristes por no tener acceso libre. Los gringos enseñaban sus tickets, los cusqueños jugaban al fútbol y nosotros sin poder entrar. Volvimos a la calle Ataúd con la ilusión de partir al día siguiente al Valle Sagrado y Machu Picchu. Estábamos con pena el bolsillo.




Susana Montesinos 
Leiden, enero de 2006

domingo, octubre 09, 2016

Mi primer viaje a mochila : el pueblo de las iglesias olvidadas



Era un pueblo pequeño, de unos veinte mil habitantes, a orillas de un lago. Llegué allí en una autobús atestado de gente que seguro vivía allí o iba a comerciar sus verduras o a visitar a algún familiar. El terminal terrestre estaba en la parte alta del pueblo, y desde allí, como en un mirador, se veía un océano azul perderse en su intimidad.

No recuerdo muy bien cómo era el centro. Caminé hacia allí con una mochila y el queso que me había comprado dos días antes en el mercado. En esa época trataba de ahorrar, de estirar el dinero lo máximo posible. Mi misión era quedarme varios días en Puno. Conocer bien la región, sin imaginar que terminaría visitándola con regularidad.

Juli era un pueblo del que jamás había escuchado hablar en los relatos de mi familia. Nosotros no teníamos ningún lazo con Puno, ninguna historia de haciendas expropiadas -como la tenían otras familias- durante la dictadura de Velasco Alvarado. Tampoco conocíamos a alguien que tuviera ascendientes allí. Ni siquiera Mamá Benita, que en sus narraciones extraordinarias, nunca mencionó el nombre de Juli.

-¿Juli? -se preguntó cuando le mencioné mi descubrimiento.
-Sí, Juli, Benita.

No, jamás había escuchado hablar de ese lugar.

Lo primero que me llamó la atención al caminar fue una iglesia impresionante de la época colonial, construida enteramente en granito. Estaba parada al lado de un terraplén. La iglesia tenía diez metros de altura, un campanario y una nave que podría ser del tamaño del Arca de Noé. Caminé un poco más. Una cuadra o dos, se levantaba otra iglesia que parecía una catedral. No era la única. Habían muchas iglesias más en ese pueblo de cien almas. Cuatro iglesias en cinco cuadras, una de ellas en ruinas, sostenida con vigas, que había sido destruida por un rayo en 1914, rodeada de un muro de piedra, y un arco que miraba al Titicaca.

Estas iglesias habían sido construidas por los Dominicos a principios del siglo dieciséis, concluídas por los Jesuítas en el diecisiete. Catequizaron la región a través del lenguaje y el arte, hoy parte de la Escuela de Pintura Cuzqueña. Eran cuatro iglesias. Una escuela para los Indios Nobles, y un convento. Juli es recordada como "La Roma de América".

Caminé hacia el lago por un camino entre cultivos de coca. Sus aguas eran transparentes, y mansas. Habían dos o tres embarcaciones meciéndose a la luz del atardecer. Me pregunté cómo viviría la gente de allí, qué comerían, qué pensarían de la vida. Seguí una trocha a lo largo de la orilla por varios metros, quizás dos kilómetros o más, tomé fotografías y saludé a los lugareños que trabajaban sus chacras, casi todas con cultivos de hoja de coca, papas y habas.

Me quería quedar allí a vivir. Me imaginaba alquilando una habitación para escribir las mejores historias jamás imaginadas. Las ranas gigantes que nunca vi. Las embarcaciones que navegaban sin horizonte. Los campesinos trabajando la tierra. Las mujeres aymaras con sus sombreros a lo Charles Chaplin. La lengua puquina que habitó esa región, y que después, sin dejar huella, desaparecería de la faz de la historia.


Juli era un pueblo ahora medio abandonado. ¿Las iglesias oficiaban misa? No vi ningún cura caminar por allí, ni monjas, ni sacristanes, ni siquiera un museo que describiera los años en la colonia. Entré a una tienda a comprarme unas galletas. La señora que atendía parecía estar aburrida mirando una telenovela pasada de moda. Me vendió unas galletas de naranja marca chomp que las degusté en el camino. En el centro del pueblo no había ningún alma que recordase aquella época histórica de Juli, "La Roma de América". Sí, ese es el apelativo de Juli. La Roma de América. Durante la colonia inspiró el arte de la Escuela de Pintura Cuzqueña.

Recuerdo que subí la cuesta hacia el terminal de autobuses. Allí tomé la combi que me llevaría de regreso a Puno. Quería volver, sí, y pronto.

(continuará)

Susana Montesinos (2016)


domingo, octubre 02, 2016

Mi primer viaje a mochila: el germen, El Titicaca




El Titicaca, el Lago navegable más alto del mundo, quería ser partícipe de su grandeza, por eso tomé el bus hacia Puno, para poder tocarlo.

Al principio no tuve mucha suerte, imaginaba que podría verlo desde el autobús. No había tomado en cuenta los postes de alta tensión a lo largo de la carretera, el tráfico vehicular, los camiones con remolque y las lomas que interrumpían la vista hacia aquello que debiera ser el lago navegable más alto del mundo. Llegué a ver una lengüeta de agua entrar apaciblemente a una bahía atestada de plástico, lo que parecía un espejo de agua, pero del Titicaca propiamente dicho, nada.

A mi llegada a Puno solo un musgo verde que flotaba en su orilla. Tuve que caminar varias cuadras cerro arriba para lograr capturar una imagen con mi teleobjetivo. Subí al Mirador de Manco Cápac (sin Mama Ocllo) y me senté allí en una banca para contemplarlo. El lago era una media luna azul que colindaba con otras montañas. No era tan grande como solían describirlo, tenía un final en un horizonte cercano. Aquella era sólo una parte del Titicaca, un diez por ciento, nada más. El lago era mucho más extenso.

Aquella era sólo una parte 
del Titicaca, un diez por ciento, nada más. 
El lago era mucho más extenso.


Aquella primera noche regresé melancólica al hotel. Intenté cocinar avena en una hornilla eléctrica que había llevado en mi mochila. Para mi mala suerte, la avena se me quemó; terminé comprando un pedazo de queso en el mercado, y deambulando por las calles de Puno. Comparsas tocaban música en la Plaza Pino. Betuneros embadurnaban los zapatos de los transeúntes en la Plaza de Armas. La calle Lima era como túnel mal iluminado.


*


Al día siguiente desperté con la firme idea de ver el lago de más cerca. Caminé en dirección a una construcción en forma de barco clavada en la Isla Estévez, a un kilómetro de la ciudad. Era un hotel cinco estrellas al que me avergonzaba entrar, pues mi bolsillo no me daba ni para tomarme un café. Ese hotel era una atalaya desde el que se lograba divisar el horizonte perdido del Titicaca. Sí, era evidente, el lago era un océano azul que se extendía hacia el infinito. Me quedé allí contemplándolo absorta. El charco de agua dividía en una frontera a dos países.

No sé exactamente por qué, el Lago Titicaca nunca había sido parte de las historias en mi familia. Jamás había escuchado relatos de la boca de mi padre. Mama Benita, nuestra cocinera, que trabajaba con nosotros desde que tuve uso de razón, me contaba historias de sapos gigantes. Lo solía hacer cada vez que habían apagones, consecuencia de algún atentado terrorista. Encendíamos velas para alumbrarnos durante la noche. Mama Benita no podía evitar narrarnos la historia de su viaje al Titicaca.

Habían ido a la Isla de Amantaní, recordaba, en una lanchita que roncaba sobre el lago. Tardaron algo de un día y una noche (¿tanto?), pero al llegar a la isla, ellas estaban allí: "Era gigantes, mamita, del tamaño de un plato de sopa"; de color negro, otras verdes cachaco. "¡Mira las ranas!", le había dicho su papá. Ellos se quedaron idiotas al verlas allí. Por las noches se las escuchaba croar; eran como perros roncando. ¡Gigantes! "No nos podíamos bañar en la orilla", la gente decía no se los vayan a comer los sapos, por eso Benita nunca aprendió a nadar.

Aquella historia la mantuve guardada en mi memoria durante mi viaje al Titicaca. No sé si era verdad. La leyenda decía que sí, que en los abisales del lago habían sapos gigantes, una ciudad Inca y algas 'marinas'. El agua era tan fría que nadie, absolutamente nadie, nadaba en ella. Alguna vez vi en un documental de Nathional Geographic a unos buzos aventurarse a bucear. Buscaban los restos de una ciudad Inca. Nunca mencionaron los sapos o ranas gigantes.

Después de dos días deambulando por Puno; volví a subir al Mirador de Manco Cápac, el lago se veía espectacular desde allí, pero no es su real dimensión. Caminé algunas cuadras en dirección al terminal terrestre, y desde allí tomé el bus en dirección a Ilave, un pueblo a una hora en dirección noreste. Según mi mapa, Ilave estaba cerca de la orilla, así que con el afán de tocar sus aguas, me fui hacia allá.

Las mujeres parecían ser sacadas 
de alguna película de Charles Chaplin 
por los sombreros que llevaban


La combi era pequeña, habían varias mujeres en polleras, algunas desgranando choclos con sus uñas largas; no sé cuántas faldas llevaban pero abarcaban más espacio que sus propios cuerpos en los asientos del minibús, y un sombrero en copa que tocaba el techo del vehículo. Las mujeres parecían ser sacadas de alguna película de Charles Chaplin por los sombreros que llevaban; habían sido traídos por los ingleses en la época de la construcción del ferrocarril, y allí se quedaron adornando las cabezas de las mujeres aymaras, ¿por qué no los hombres? Ellos preferían sus gorras de béisbol.

Uno está hecho por la historia de sus padres, y de la gente que le rodeó. Mi padre siempre me decía que los aymaras eran gente tan terca como las mulas. "Tienen su carácter hijita, son salvajes". No sé por qué me lo decía, quizás era la historia repetida heredada de un grupo étnico que habitó el lago. Los Uros vivían como apátridas sobre sus islas flotantes, habrían de ser los rechazados por los Tiahuanacos y los Incas. Quién diría que uno crece escuchando esas ideas y que luego se dedique a viajar y a intentar entender el mundo andino desde un punto de vista andino, con ideas contrarias a los prejuicios de mi papá. Yo amaba a mi padre (y lo sigo amando), y quería encontrarlo a través de su patria, la mía también, y la única forma era viajando y leyendo su historia.

Allí me tenían viajando con ellas, las mujeres aymara, hacia el pueblo de Ilave, a orillas del lago.

Ilave es un pueblo en donde se dice está la frontera de los quechua y los aymara. Hace no muchos años hubieron allí revueltas entre sus pobladores, creo que el alcalde de la ciudad no era del gusto de la mayoría, y por eso -al no cumplir sus promesas- lo amenazaron con azotarlo o matarlo a pedradas.
No hace mucho, en mayo de este año, sucedió algo parecido en el pueblo de Juli, en donde azotaron al alcalde públicamente por incumplido.

No recuerdo mucho Ilave; me decepcionó no poder ver la orilla del lago. Recuerdo que me compré unos caramelos en una tienda de abarrotes, y que tomé el siguiente bus en dirección a Juli. No sabía qué esperar de Juli. Jamás había leído algo acerca de ese pueblo, ni de su gente, ni de sus tradiciones, ni de su historia, pero cuando llegué allí quise quedarme a vivir para siempre. Había cumplido mi objetivo: toqué el agua del Titicaca, y les prometo: no me saltó ninguna rana.

(continuará)

Susana Montesinos (2016)






domingo, septiembre 25, 2016

Mi primer viaje a mochila : Puno




Puno, una ciudad a la que le tengo cariño, me acogió en mis inicios como viajera.

Viajé allí sola. Tomé el autobús más barato desde la ciudad de Arequipa, con la idea de explorar el Lago Titicaca y de escribir una crónica sobre el carnaval. Yo sabía que quería viajar, asumir la metáfora del poeta portugués Fernando Pessoa, de "perder países" y de borrar de alguna forma mis fronteras. Llegué allí con una mochila cargada con suficiente ropa para un mes o más: una cocinita eléctrica de una hornilla, comida que había sacado de la despensa de la casa de mi mamá, un botiquín y varios libros de lectura.

Cuando bajé del bus un gélido aire me congeló el rostro. Estaba en el Altiplano a unos tres mil ochocientos metros de altura. El aire era frío a la sombra, mientras al sol era capaz de quemar mis entrañas. Caminé algunas cuadras con mi mochila al hombro, por la avenida El Sol en dirección al Estadio Municipal en busca de un hotel. Me sentía como si fuera una extranjera de esas que exploran su país sin saber adónde van. Me alojé en el primer lugar que encontré; era un edificio de unos cinco pisos de color amarillo. Se llamaba El Dorado, como casi todos los hostales del Perú. Estaba situado en medio de un pequeño laberinto de tenderetes que invadían las calles aledañas: fruteros, verduleros, ropavejeros, yerbateros, abarroteros, gritando a diestra y siniestra los precios de sus productos.

Yo era tímida entonces, todavía lo sigo siendo, era un poco extraño para mí llegar sola a una ciudad que desconocía. Recuerdo que me tumbé en la cama de mi habitación a descansar, pero así como le sucede a todos los viajeros que llegan por primera vez a una ciudad, me sentía incómoda; afuera gritaban. "Sandía, sandía" por un magnetófono, así que sin poder pegar el ojo, salí sin rumbo conocido.

"Nunca me había atraído conocerla. 
La única vez que tuve la oportunidad de visitarla 
fue en una excursión con el colegio."


Sí, Puno, esa ciudad de la que siempre se hablaba en mi natal Arequipa, era vista por mis paisanos como una ciudad serrana y poco desarrollada. Nunca me había atraído conocerla. La única vez que tuve la oportunidad de visitarla fue en una excursión con el colegio. Ninguno de mis compañeros se puso de acuerdo a la hora de la votación. ¿Puno? Todos preferíamos ir a la playa más cercana a emborracharnos que conocer el mágico Lago Titicaca.

Salí del hotel con un mapa de la ciudad en mis manos. Subí por una calle en la que habían cómicos ambulantes rodeados de corros de gente que reía de cualquier disparate. También habían vendedores de huevitos de codorniz y ancas de rana, y uno que otro chocolatero ofreciendo chicles y caramelos. Llegué al Parque Pino en un suspiro, habían varios escolares lamiendo helados, correteándose en sus uniformes, bajo la supervisión de sus mamás. Atravesé la peatonal Lima, la más turística; zampoñas estallaban de unos parlantes, y al final, la Plaza de Armas que se abría en un terraplén, con una iglesia imponente, de estilo cusqueño, mirando al Lago Titicaca. Me senté en las gradas de la catedral a fumarme un cigarrillo. Canillitas venían a preguntarme si quería limpiar mis zapatillas. "No tengo dinero", les repetía.

No sé por qué durante ese viaje sentía melancolía. Estaba sola. Era mi primera vez sola en una ciudad de mi país, en una ciudad que desconocía. Sin sentirme satisfecha con mi caminata decidí andar más allá, subir la cuesta del Jirón Déustua hacia el Mirador de Manco Cápac. Quería ver el Lago Titicaca.

*

Siempre me ha gustado explorar ciudades. Digo "ha gustado" porque todavía me sigue gustando caminar por las calles más escondidas de las ciudades del mundo. Antes de llegar a Puno había vivido un tiempo en Pamplona (España); simplemente disfrutaba caminar por el casco viejo, explorar esas callecitas de piedra con portones desvencijados, con las cerraduras oxidadas. Siempre me preguntaba: ¿Quiénes vivirían allí? Lo mismo hice en Puno. Me dediqué a explorar la ciudad y a tomarle fotografías a todas las fachadas de las casas que llamaran mi atención. Casas viejas, derruidas, de adobes; algunas colgaban macetas al lado del portón; otras, debido a su abandono, dejaban crecer los cactus y el pasto caóticamente en las ventanas o los alféizar. Me dediqué a pintarlas. Escribía en un pequeño cuaderno relatos de una casa sobre cómo serían sus inquilinos. Una tarde me di por sorpresa con una señora que coleccionaba muñecas. Las vestía con trajes típicos del carnaval de Puno, que es famoso, y las tenía detrás de vitrinas.

"Me quedé varias semanas 
anclada a las orillas del Titicaca, 
y a pesar de esa nostalgia 
que guardaba en aquella época, le tengo cariño."

También viví el carnaval de esa ciudad. Me fui con mi cámara al estadio central a mirar las comparsas y los bailes. Mujeres con faldas hasta los muslos bailando la saya; hombres llevaban máscaras de diablos o trajes de osos. Me sorprende ahora cómo me atrevía a hacer todas esas cosas en aquella época. No le temía a nada, simplemente me lanzaba a ello.

Ahora miro con melancolía a Puno. Le comentaba a mi compañero que yo alguna vez había vivido allí. "¿En esa ciudad?", me preguntó pasmado. Sí, en esa ciudad que para muchos es poca cosa comparada con Cusco o Arequipa. A mí me gusta Puno, le guardo un cariño certero. Me quedé varias semanas anclada a las orillas del Titicaca, y a pesar de esa nostalgia que guardaba en aquella época, le tengo cariño. A una ciudad no sólo se le quiere por su fachada, sino que se hace con vivencias. Me pasa con otras ciudades que para muchos no significa gran cosa, pero a las que les guardo un espacio honesto en mi corazón de aventurera. Piura, Chiclayo, Puno, Cerro de Pasco, La Paz. Lugares sin rostro, pero con alma.

(continuará)

Susana Montesinos (2016)
* Si desea información sobre Puno, alojamientos, actividades, restaurantes no dude en contactarme.






lunes, septiembre 19, 2016

Chomp, Chomp, Chomp




Hoy mientras paseaba con mi hija por las calles de esta ciudad, recordé unas galletas que formaban parte de mi niñez, y que eran el snack perfecto para llevar en la lonchera. Sí, las galletas Chomp, eran y siguen siendo una marca en mi vida, una compañera que viajaba conmigo de niña al colegio o de adulta a alguna excursión. Sí, ¿qué peruano no ha crecido con estas galletas?, Venían y siguen viniendo empaquetadas en papel aluminio, cuatro en una envoltura, redondas con rayas en zigzag, y un aroma a chocolate o naranja.

El hambre me lleva a los recuerdos de mi infancia, enciende el motor de la memoria. Eso nos sucede a menudo a quienes hemos migrado a un país en donde los snacks son las papas fritas y las croquetas (que no están nada mal), pero en donde no hay nada como mis galletas Chomp (o Casino o Morochitas).

En los supermercados y las tiendas venden paquetes de veinte galletas tipo María bañadas en chocolate, que también están buenas, o las Oreo que del mismo modo vienen en tamaño kingsize, pero la dificultad y el peligro de estos es que no son fáciles de llevar en el bolsillo ni en la cartera, y que, además, son propensas al engorde. Si como cuatro, puedo comer veinticuatro, ¿verdad?

La gracia de las chomp, es que vienen cuatro unidades por envoltura y son fáciles de llevar en el bolsillo. Recuerdo que en la secundaria las compraba en la tienda de la esquina y , luego, sin que se dieran cuenta mis papás me las llevaba al colegio. Qué rico me las comía en los recreos. Rara vez las compartía, lo hacía a escondidas, o durante las clases de historia que eran aburridas, me las comía camufladamente para que nadie, absolutamente nadie, se diera cuenta.

Mi chomp. Cuántas veces no me han salvado del hambre en mis caminatas por Piura, Cajamarca, Cusco, Arequipa. Al subir el Misti me dio el hambre ¿y quiénes estaban allí?, las chomp, ¿y al pedalear por Cerro de Pasco batallando contra la altura? Mis chomp.

Esto ya parece una oda a las Chomp. Lo único que sé es que las extraño cada vez que quiero un snack dulce aquí en Holanda. Eran el recurso fácil que llevaba en el bolsillo junto a un Sublime -el chocolate peruano por excelencia- de quien podría escribir otro relato.

Susana Montesinos (2016)

domingo, septiembre 18, 2016

GFP y la Iglesia de San Sebastián: ¿En dónde estamos?


Me sorprende esta última semana cómo algunos periodistas peruanos -que yo suelo seguir por varios medios y que siempre han merecido mi respeto- se hayan 'encantado' por una noticia de "acoso sexual". Admiro que todos ellos se hayan unido para defender a su compañero Gustavo Faverón Patriau, a quien solía seguir en facebook. Sin embargo, no tolero que estos periodistas se dediquen solamente a hablar de ello por los medios, y a hacer un análisis de varios párrafos de por qué GFP fue denunciado por "acoso sexual", además, de su repentina salida de facebook, medio en el que publicaba regularmente sus agrias opiniones. A mí me importa poco la vida íntima y sexual del señor Faverón. ¿Acaso no hay hechos en el Perú que sean más importantes que hablar sobre él?

No tengo nada en contra de GFP. Siempre lo sigo por facebook, leo sus columnas. Me parece una de las personas más lúcidas de mi generación, sus opiniones y críticas respecto a la política de mi país son acertadas el 80% de las veces. Sin embargo, aquel hecho: "el acoso sexual", que claro, se usa como comidilla en los medios de información, vende, pues, vende, o hace a los amigos periodistas más cómplices; se ha convertido en la aburrida 'crónica' del facebook, de la prensa escrita, y no sé si la TV. Lo que me molesta de esto es que se olvide lo verdaderamente importante. Y que aquellos periodistas que consideraba de alguna manera mis 'informantes' sobre lo que pasa en el Perú, parecen ahora (sin ofenderlos a ellos) un grupo de chismosos de la prensa amarilla.

No quiero caer como moralista, sólo que ayer llegó a los medios -incluídos los holandeses, país en el que vivo- la noticia del incendio de la Iglesia de San Sebastián en el Cusco. El 80% del patrimonio de esa iglesia, incluidos retratos de la Escuela Cusqueña, están hechos cenizas. Era una de las iglesias más emblemáticas del barroco. Era además Patrimonio Cultural de la Nación desde 1972. Una de esas iglesias que nadie debía perderse en visitarla a su paso por la capital de los Incas.

Es lamentable. Es triste. Es chocante.
Y casi nadie lo comenta, pero sí el acoso sexual del señor Faverón.

Aquí vemos cómo se tergiversa la realidad: lo más importante es borrado del mapa por lo que vende, atrae la curiosidad y hasta el espíritu sadomasoquista de la gente. Aquello que vende opaca el arte, la historia, la arqueología, la literatura, la cultura de las ideas y los valores. Estamos en crisis, sí. En una crisis fatal, queremos mantenernos distraídos por los medios, ser entretenidos por cualquier cosa con tal de que se nos pase el tiempo, y al parecer todos caen en el juego de este espectáculo.

Susana Montesinos (2016)

martes, agosto 23, 2016

La invasión de las moscas



I

y de pronto el cielo se cubrió de nimboestratos esponjosos y grises, de aquellos que podrías tocar con los dedos, y salieron las moscas de los campos de cultivo, los jardines, el estiércol de vaca a invadir cocinas, patios, baños, lechos matrimoniales, cortinas, lámparas, cubrecamas, y heme aquí con un matamoscas lista para la lucha !

II

y ese mismo día, la batalla terminó: cuarenta y cinco moscas con las patas arriba sobre el piso naranja de la sala. La lucha había sido cruel, ellas intentaban escaparse del golpe, habían varias que tomaban la merienda, otras que volaban en círculos, algunas hacían el amor sobre los sofás, unas se dedicaban a rescatar a las otras, mientras que las más ávidas se hacían las muertas. Al final de la noche la casa era un matadero. y el matamoscas un baño de sangre.

jueves, agosto 18, 2016

Mi lugar geográfico: Salta

¿Soñar alguna vez con un lugar geográfico? ¿Imaginárselo a través de los textos y los mapas, la música y los relatos de viajeros? ¿Viajar es acaso una especie de enamoramiento o simplemente un traslado de un lugar a otro?

La música me llevó a Salta.

Creo que estaba enamorada de un lugar que no conocía. Venía desde mi niñez, enamorarme de lo imposible, cuando en las veladas en la casa de mi padre se escuchaba Los Chalchaleros a alto volumen. Yo era pequeña, una niña de cuatro o cinco años, mi padre organizaba fiestas, la música estallaba de los parlantes en la sala, la voz de Atahualpa Yupanqui, el charango de Jaime Torres, los coros de la Misa Criolla, se mezclaban con el jazz y el chachachá.

Yo crecí con esa música bailando en mi habitación.

Crecer. Con los años viajé al norte de la Argentina en bicicleta. Pedaleaba aferrada a los manubrios por la Quebrada de Humahuaca a mi territorio imaginado. De pequeña alucinaba con las letras de las chacareras, las zambas, el carnavalito, aquellos paisajes de Catamarca desde la cuesta de un Portezuelo mirando abajo parece un sueño. Me detenía a mirar los mapas en busca de las ciudades que los cantantes nombraban como si fueran alegorías. Estas melodías me llevaban a recrear esas regiones en mi mente, y a anticipar mi viaje; a vivir dentro de un mundo imaginado mientras descendía la quebrada de los siete colores de Humahuaca hacia Yala con un viento en contra de los diablos.

Ahora estoy aquí escribiendo esta historia en mi casa, en una ciudad holandesa, una noche de verano. Escucho la música de mi padre, que ahora es mía, heredada. Recuerdo así cómo llegué aquella primera vez al mapa del norte argentino: en bicicleta, muerta del calor, cantando alguna chacarera, con los audífonos puestos.

¿Estaba enamorada?

Seguro que lo estaba. Descenlace: Me terminé quedando varios días en Salta, vagando por sus calles del centro, leyendo a Vila-Matas, escribiendo la historia de mi padre que escucha música en el estudio de su casa a Los Chalchaleros, pero esta vez con los audífonos puestos, como si fuera un aviador , A los bosques yo me interno.

PiErDo PAísEs

Borro fronteras - Viajo para conocer mi geografía