domingo, noviembre 29, 2020

Mientras agonizamos



En las redes sociales peruanas hay quienes colocan apelativos a aquellos que piensan diferente. Varios de ellos dicen: neocomunista, caviar, terrorista, socialista, etcétera, sin detenerse a pensar por un segundo en sus palabras, sin embargo hasta este momento no he visto a nadie hablar sobre la derecha o la derecha progresista o la democrática o fascista o conservadora. Da la impresión de que los seguidores de la derecha en el Perú son tan sólo de ultra-derecha, y que dentro de su ideología no se toleran otros matices más constructivos y modernos. 

Leo frases contundentes en las redes sociales. Por ejemplo, de que el Perú se convertirá en una segunda Venezuela. Publican escenarios catastróficos con frases al estilo: "Tienes a un millón de venezolanos en el Perú y aún así apoyas la idea de cambiar la Constitución, lo tuyo no es ignorancia, no es ingenuidad, es imbecilidad". Aquí, otra: "Mira a los venezolanos que llegan ahora a Perú, son aquellos que hace muchos años apelaban por un cambio en su país y ese cambio les trajo el comunismo de Chávez y Maduro". 

Entiendo el miedo que existe en el Perú. Creo que lo último que queremos los ciudadanos más sensatos es convertirnos en un país roto, como Venezuela (a la que le tengo mucho cariño, por cierto). La sombra del comunismo más radical, al estilo Cuba o la URSS, vive en el subconsciente de muchos ciudadanos de la generación de mi padre y también de la mía. Estoy de acuerdo de que ese sistema -que está demás decir- fracasó hace muchos años, poco o nada ayuda al progreso.   

Sin embargo, aquellas frases que leo y escucho por la internet de parte de los seguidores de la derecha  peruana poco ayudan a mejorar la situación. Creo que más bien está aumentando la posibilidad de que una izquierda recalcitrante entre en el poder. Sus puntos de vista parecen opiniones dispares sin ningún punto de apoyo, su radicalidad genera una zozobra que desborda en pánico. La radicalidad en sus palabras, además, expresa poca tolerancia a los diversos puntos de vista de sus demás ciudadanos que no necesariamente comulgan con ideas de izquierda. Tildar de "terrorista" y "comunista" a alguien que protesta contra la vacancia de Manuel Merino, me parece de muy baja estofa, que genera polaridad en la población.  


La derecha peruana no se ha dedicado a ser constructiva en los últimos años. Keiko Fujimori sigue viviendo en el pasado de su padre sin ser capaz de aceptar la derrota, ¿qué tanta presión política habrá detrás y económica? ¿qué negocios tendrá para no poder bajar la guardia y dejar tranquilo al país? El pueblo le ha dado varias veces la oportunidad para gobernar desde el congreso, y a pesar de haber creado nuevos partidos políticos, con distintos apelativos, nunca la he escuchado decir algo constructivo por el país. Marta Chávez, del partido de Keiko Fujimori- publica mensajes cargados de odio, poco constructivos para la nación.  

Lo mismo sucede con los líderes de Acción popular, el partido que fundara Fernando Belaúnde Terry. Su partido se embarró al unirse al Apra, otro que sigue buscando la manera de aferrarse al poder. La vacancia presidencial iniciada por este partido, encabezada por Manuel Merino, ha puesto al país en una situación antidemocrática, y lo peor es que no acepta su error. El tribunal Constitucional poco ha ayudado a dar un paso atrás.  

Somos un país sin líderes políticos. La derecha no ha sabido refundarse, sigue viviendo en el pasado, luchando por mantenerse en el poder. Sus seguidores siembran el miedo; recurren a la memoria colectiva del terrorismo y el comunismo para sembrar el miedo en la población. Está claro que ese método de señalar al enemigo, no está funcionando en una sociedad que reclama a gritos un cambio, un gobierno más honesto y transparente, sino otro hubiese sido el resultado en los últimos comicios parlamentarios.  

Hay quienes dicen que los extremos se parecen, y son estos extremos quienes recurren al fanatismo servil de una ideología que no acepta puntos intermedios. Francisco Sagasti, el presidente interino en el país, que ha sido bastante claro y democrático al decir que hay que llamar y darle cabida a la gente joven en la política porque tanto los jóvenes como aquellos que estamos a mitad de la vida, necesitamos esperanza. Esperanza en un país que mira de cara al futuro. Esperanza de convertirnos en una Nación orgullosa de su pasado y su presente. Esperanza de que desaparezca la corrupción, esa es una uopía. Esperanza de poder vivir en un país sin hostilidad política. Espero que tanto la derecha como la izquierda y todos sus matices, sepan renovarse y mirar hacia delante y pensar por el país en lugar de seguir en la burbuja del reproche, la venganza, el odio y la visceralidad, aquella lucha de poderes tantos políticos como ideológicos, que los quieren hacer quedarse con la mejor parte de la torta, mientras los ciudadanos ven aquella guerra esperando que se trabaje, que se reactive la economía, 


Recomiendo leer: 

Alberto Vergara "La democracia peruana agoniza" en NYT

miércoles, noviembre 04, 2020

Bibliotecas vacías y las medidas ilógicas del gobierno holandés


Aquí, desconcertada por la decisión del gobierno holandés de cerrar las actividades culturales para todo tipo de público. El aumento de contagios del Covid-19, de unos diez mil a doce mil infectados por día, el Primer Ministro Mark Rutte y el gobierno impuso una regla más para este semi-confinamiento. Un golpe sin duda para la cultura en unos tiempos en los que más la necesitamos. Los teatros, los conciertos, los cines, las bibliotecas cerrarán a partir del 5 de noviembre durante dos semanas, cuando por otro lado los gimnasios y las tiendas siguen abiertos. 

Esta disyuntiva que vivimos a raíz de este mal bicho que ha cerrado las fronteras va muy en contra del mensaje de paz que John Lennon -el ex beatle- cantaba en Imagine. Lo peor es que los gobiernos de la Unión Europea no están haciendo nada para hacer algo en común; cada país tira por su propio lado en materia de salud pública, mientras la población vive en histeria permanente, sumado a los eventos políticos que amenazan al planeta de entrar en un caos de valores y principios que tanto hemos luchado cuando se declararon los derechos humanos universales. 

Las medidas del gobierno holandés son una evidencia de que aquí merma la cultura. Cuesta entender que cierren bibliotecas, sobre todo, más allá de los conciertos que ya habían adaptado sus salas a un público de treinta personas. Los usuarios de estas son aquellos que acudían a ellas para hacer consultas bibliográficas, prestarse y devolver libros. No se reunían ni hacían tertulias como para originar algún contagio. ¡No hay evidencia!  Ante esto, las tiendas si son una amenaza más visible. El Outlet Center de Roermond continúa siendo visitado por centenares de personas que hacen cola delante de las tiendas de Adidas, Nike o Levis, entre otras. La lógica del gobierno no entra en mi cabeza. 

Además, miren el Concert gebouw en Ámsterdam, la sala de concierto de música clásica del país, con cabida para más de trescientas personas en su sala principal. Ya sobrevivía con treinta espectadores, los demás online. Ahora tener que adaptarse al formato online y a tener que vivir con el medio de la cancelación rápida y la devolución del dinero es nefasto para ellos. ¿Hasta cuándo tendrá que aguantar de esta manera un sector que de por sí recibe pocos subsidios del Estado?  

Estas medidas en las que un estornudo o la tos seca se han transformado en un arma biológica estamos mermando la libertad, la democracia y nuestra capacidad de crítica. Los Países Bajos ya han recortado con los años muchísimos subsidios para el área de cultura. Sus universidades apenas tienen dos o tres plazas para la investigación literaria o musical. Las escuelas han eliminado varios cursos de Historia y Literatura de sus syllabus

Esperemos que en dos semanas -tiempo en el que deben permanecer cerradas- consigamos bajar más los números de infectados. Nunca antes habíamos vivido en este estado borderline que está afectando nuestra mirada sobre el mundo y nuestra manera de vivir dominado por las redes sociales y este virus que ha puesto de cabeza el planeta. 


@SusanaMontesinos

Noviembre, 2020

jueves, junio 04, 2020

Nostalgia


Llueve en mi jardín, no sólo en mi jardín, también en el del vecino, en la casa de enfrente y en la de ladrillo. Llueve en toda el área que abarca mi pupila, allí hasta donde alcanzo a ver el techo de una granja. Me pregunto si soy ahora como los pasados Tiahuanaco que en sus tiempos de sequía esperaban el agua que nunca llegó y acabó con sus vidas. 

Hacía mucho que no llovía aquí. Mi termómetro marcaba los 29 grados Celsius ayer a la sombra. Los últimos días, la sofocación de la humedad era parte de mi hastío; la blusa que se me pagaba al cuerpo, mi buhardilla un cenáculo del sudor, el aire cargado de minúsculas partículas de agua.

Yo trabajo en el jardín, trato de arreglar el huerto todos los días. Mi vecino me decía ayer mientras yo separaba unas calabazas de las matas de unos pepinos, que le estaba preocupando la falta de agua. "Estamos usando todas las reservas de la granja del vecino", un pozo de agua natural que discurre debajo de la tierra que ahora piso, y de la que muchas casas a mi alrededor también disponen.

Mi suegro (76), por ejemplo, es de aquellos que utiliza más de trescientos litros por día en regar su pequeña huerta que es para el autoconsumo. Es su hobby, me indica. Me aconseja regar todos los días para que  el césped de mi jardín sobreviva al calor. Pero pienso en ellos, los campesinos que viven de esto: del espárrago, las fresas, las papas, las manzanas, las coles y las habas que cultivan.

Desde que empezó esta crisis llamada Covid-19, la llanura holandesa ha recibido poca agua, y ha abierto el fuego en dos parques nacionales. Uno de ellos a veinte kilómetros de aquí. Helicópteros pasaban todos los días por encima de mi casa.Sin embargo, después de ochentaidós días, el alma llueve. La gente sale con paraguas a sacar a sus perros a la calle. Perfecto clima para recogerse al pie de un sofá, y leer un libro.

***

Esta mañana leía a Mircea Cartarescu, el escritor rumano. Qué prosa tan profunda. Directo al alma triste de mis ancestros. En su libro El ojo castaño de nuestro amor, título alucinado además, reflexiona sobre su relación con Bucarest, su ciudad natal, y refiere a las células que lo unieron a ella durante su infancia. Decía que vivía en un arrabal y que su conexión con el centro de la ciudad era una neurona con dos únicas sinápsis relativamente seguras. Una tía lejana y su madrina. Los dos caminos eran su único mundo durante la niñez. "Todo lo que el interior tenía de austero lo tenía de gongorino el balcón de hierro forjado de inflorescencias, con horribles cascarones trenzados entre sí" (p.38). Me pregunto cuál es mi relación con Arequipa, la ciudad que me dio la luz.  Pienso en la arteria doblegada al tráfico vehicular que trepa hacia las faldas de un volcán, los ojos que despertaban con el primer rayo que se colaba por las persianas, en la colección de Gran Tesoro de la Juventud por el que solía pasear con la mirada, y en el cónico volcán de faldas amoratadas que nunca he llegado a conquistar. Me conecta con ella la herencia de mi padre (su hermana, mis primos, mis tíos) y mi hermano que vive confinado en una casita en las afueras de la ciudad estudiando senecios. 

Me une a ella la nostalgia. No hay nostalgia sin amor. Y es amor lo que siento por ella, por mi patria pequeña, de macizas construcciones blancas.


jueves, mayo 07, 2020

Una huella en el incendio


Parque Nacional de Meinweg. Incendio despropocionado a fines de abril en el que un pueblo llamado Herkenbosch, de un puñado de habitantes, tuvo que ser evacuado debido a la alta emisión de gases del fuego. Ahora todo está calmado. La naturaleza se regenera. Y yo puedo volver a dar una vuelta en bici con mi marido y mi hija pequeña. 

lunes, abril 13, 2020

Un carbonero en el travesaño

Casi mediados de mes, y aquí sin saber qué hora es ni qué día de la semana. Seguimos confinados a nuestras cuatro paredes preguntándonos hasta cuándo durarán estas medidas. Hoy es el segundo día de pascua en Holanda, y a pesar de ser un día libre, es el día libre más extraño de mi vida. Me cuesta concentrarme, leer con detenimiento. Mi cerebro anda ahogado en el pensamiento de los inútil. Desasosiego. Falta de motivación. Mi dopamina (que me produce placer) se calcifica en mis entrañas. Veo por la ventana de mi estudio, y los únicos libres son las mariposas, los zancudos y las ardillas que convierten mi jardín en un festín primaveral. Placer para los ojos. ¿Cómo es posible que para curarnos tengamos que aislarnos de nuestro ser natural y social?

Hoy por la mañana un ave pequeña llamada parus major o el carbonero común, un pájaro de pecho amarillo que habita esta parte del viejo continente, estaba parado delante de la puerta de salida de mi casa. Parecía enfermo. Sus grisáceas alas yacían sin el brillo de sus otros compañeros. Su canto era casi inaudible. Abrí la puerta para acercarme a él, y evidentemente, tal como me lo esperaba, no se fue volando (algo que normalmente hacen), sino que se quedó allí tiritando de frío, inflando su plumaje, dando un paso al costado. ¿Estaría sufriendo? 


No sabía qué hacer. Mi hija de cuatro años me decía que debía llevarla a su casita en el árbol para que se mantenga calentita, mamá. Era mejor no hacerlo, no me atrevía a coger al ave entre mis manos. Le servimos agua y le dimos unos gramos de alimento para pájaros, pero el animalito no parecía interesarse en absoluto. Así que lo dejamos tranquilo y nos volvimos a la casa. 

Después de media hora escuché un golpe en la ventana de la cocina. Era el carbonero que de una alzada se había dado con el travesaño. Se sujetó con esfuerzo a la madera, algo que en los cinco años que llevo aquí jamás había visto. Se quedó allí mientras llovía un poco. Cuando volvimos a ver cómo le iba,  desapareció.

Su desaparición me dejó desmoralizada. He revisado todo mi jardín, desde mi huerto orgánico hasta las macetas con geranios colgadas de las paredes. No lo encuentro. ¿Se fue volando? Sólo espero que siga vivo y que se haya recuperado.  

Escribo esto tres horas después. El sol ha salido, alegría la mía. Me hace sentir mucho mejor. 

Roermond, abril 2020

Semana Santa

Viernes santo. Viernes de recogimiento. Viernes de procesión. Mi recuerdo viene de cuando era pequeña. Todos los jueves o viernes santo llegaba mi abuela paterna a eso de las seis de la tarde a tocarnos la puerta de la cuatro-cero-cuatro (la casa de mi infancia). Llegaba con una canasta llena de pétalos de rosas, de las rosas de su jardín, de un aroma casi perverso. 

Ella venía a ver con nosotros la procesión de semana santa que pasaba delante de mi casa. Nos daba una vela a mí y a mi hermano, y esperábamos impacientes ese momento del año. 

La procesión se acercaba desde lejos. Bajaba por la avenida Cayma tocando una melodía torva y triste bajo el compás sombrío de un llanto de tubas, trompetas y saxofones. Varios feligreses cargaban a los hombros pesadas imágenes de yeso de unos trescientos kilos o más, como penitencia. Jesucristo cargando la cruz, Jesucristo crucificado, Jesucristo en una urna de cristal y la Virgen María, triste, vestida de negro. 

Yo los bañaba en una lluvia de pétalos de flores. Mis tiempos devotos, de cuando quería ser monja.  
  
Era un tiempo en los que me pasaba todas las tardes de los dos feriados de semana santa viendo películas bíblicas. Había las veces que me amanecía delante de escenas de Ben Hur o Barrabás o La vida de Jesús.

Qué diferente lo es ahora.  

Ahora ya no celebro la Semana Santa. La imagen de mi infancia de conmemorar la muerte de Cristo que yo vivía con fervor ciego, ha cedido a la magia del recibimiento de la primavera (del norte de Europa) que, además, celebro con mi hija de cuatro años. 

El simpático conejo de Pascua llega a mi casa a regalar huevos de colores a los niños. Es motivo de alegría. De felicidad después de tres meses sumidos en la oscuridad del crudo invierno. De fertilidad y amor.

Mucha gente me pregunta cuál es la relación del conejo o liebre y los huevos, que en realidad los pone la gallina. Los huevos representan el renacimiento, y la liebre, la fertilidad. 

Es una tradición considerada pagana por los católicos pero es más antigua que ella. Y la verdad es que prefiero celebrar la alegría antes que la lúgubre historia de una crucifixión (sin desmerecerla, por supuesto).

En todos estos recuerdos imborrables, lo más hermoso era mi abuela que fiel a su fe y a su familia me motivaba a tirarle los pétalos de flores al 'Hijo de Dios' y a la 'Virgen María' como señal de gratitud y de honra. A ella, mi abuela, le estoy agradecida por haberme dado estos recuerdos tan nítidos de lo que fue mi infancia en la cuatro-cero-cuatro. 

Roermond, abril 2020

viernes, abril 10, 2020

Mi pedazo de territorio

Miro un mapa de América del Sur, un mapa de 1992 colgado en la pared de mi estudio, de National Geographic, que alguna vez recibiera mi padre de alguna suscripción, y pienso que el mundo geográficamente no ha cambiado mucho desde entonces. Los países latinoamericanos siguen allí con los mismos nombres y las mismas capitales. Chile sigue siento Chile; Argentina continúa siendo soberana (la asumo femenina) del mismo territorio; Perú con su costa, sierra y selva. Los topónimos se mantienen inamovibles. También los ríos, los volcanes, los nevados, el Pacífico y el Atlántico, pero sabemos, o sé, que este mapa que aún sigue vigente geográficamente no es el mismo en el microespacio en el 2020; las ciudades han crecido, las vías han dejado la trocha por el asfalto; el comercio entre países se ha hiperdesarrollado (¿existe esa palabra?); el ciudadano viaja hoy en día con un sólo clic a cualquier parte, algo impensable hace treinta años cuando salió publicado este mapa. Observo ahora la toponimia de lugares remotos: Tapi Aike, Macusani, Poopó, pero me desvío y mis ojos se clavan sobre el Pacífico y me pregunto el significado de unos números (4754) dibujados en el área azul del mapa, y unas flechas que suben desde la Antártica. Las flechas -indica el mapa- son el Peru Current (o más conocido como Corriente de Humboldt), y los números -supongo- reflejan la profundidad de la base del océano. Me cuesta abarcar en mi mente la dimensión de la profundidad de ese océano en el que solía nadar de pequeña con amigos en la playa. Me metía huachacas (clavados) entre los tumbos (olas). Veo la medición una y otra vez: 4754. No hay ninguna "m" de metros o alguna leyenda. Sin embargo, sin agua la cuenca del Pacífico sería un gran cañón, más profundo que todos aquellos que conocemos fuera del mar. Superaría al Colca, a Monte Perdido y al Gran Cañón. ¿Imaginan la Tierra sin agua? Sería un ser arrugado e irreconocible como un folio A4 convertido en una bola en la mano. Concluyo que si el virus Covid-19 por el que estamos tan preocupados, llegara a cambiar el microespacio,  y que está amenazando el sistema de salud y económico mundial, pues no lo haría con nuestra geografía, porque creo que mientras no caiga un meteorito, la Tierra seguirá orbitando alrededor del sol.

Roermond, 2020


miércoles, abril 08, 2020

El lugar de mi confinamiento


¿Qué decir ahora en tiempo de confinamiento? ¿que esta computadora que ven aquí trabajará más de la cuenta (es lo que deseo) o descansará? ¿Que invierto mi tiempo entre los papeles regados en el escritorio y en revisar los colgados de la pared? Miren la fotografía de aquella passiflora peduncularis de pétalos blancos y estambres jugosos que me cuida y me hace recordar lo hermosa que es la naturaleza, y la lámpara que parece un zancudo mirando desde arriba a un reloj rojo que me da cuerda en el tiempo. Este es mi lugar de trabajo, y así como todos los lugares idealizados en las agujas de mi cronómetro, tiene un background con libros y una vista espectacular de la calle de los zancudos. Sí, mi calle se llama así La calle de los zancudos porque transita al lado de un río Roer en el que los veranos es nido de insectos y, además, de hurones que visitan por las noches mi jardín. Mi confinamiento no me hace daño, estoy en una situación privilegiada, pero necesito salir a dar un paseo cada día para no hundirme en el inoportuno amodorramiento.  

martes, abril 07, 2020

Ellos hacen el amor y yo me asusto

Niño atrapa a sus padres haciendo el amor – su comentario al día ...

Muchas veces me pregunto por qué durante nuestra niñez nos choca ver a nuestros padres, incluso imaginarlos, teniendo relaciones sexuales, como si ellos no pudieran o no debieran de tener relaciones sexuales.

Recuerdo aquella mañana en que encontré a los míos haciendo el amor. Entré a su dormitorio y los dos saltaron de un lado a otro asustadísimos, calatos, con pudor.

Era como ver un acto de violencia. Como si mi padre le estuviera haciendo daño a mi madre. O al revés. Me quedé impresionada por varios días.

Yo sabía lo que era el sexo –en teoría–, mi madre me lo había explicado de una forma bonita cuando cumplí los diez años, pero nunca había visto en vivo el acto sexual, y el hecho de que mis padres fueran los protagonistas me chocó tremendamente.

Pero me pregunto, ¿por qué tuve esa reacción  tan brutal ante un acto que de por sí es central en nuestra existencia? ¿por qué además verlo como algo amenazante en mi relación de hija con mis padres?

Horas después me vino una indigestión terrible. No podía comentarlo con nadie, me sentía tristísima. Me senté en mi cama y me puse a llorar.

Este pensamiento acaba de surgir a raiz de una re-lectura de “Las reputaciones” de Juan Gabriel Vásquez, finalista en la Bienal de Lima. Samanta –una de las protagonistas– rememora a partir de una imagen –de la casa de Mallarino, el caricaturista- una vivencia que creía olvidado.

El sexo como símbolo de violencia representado en la mente de un niño. ¿Por qué? ¿Cómo? En foros de internet mucha gente piensa que es disgustante ver o escuchar a sus padres haciendo el amor.

Ahora a mi edad adulta me hubiese encantado que mis padres hicieran más el amor o el sexo, en lugar de discutir y de irse cada uno por su lado. Hubiese sido más sano, más humano, menos tabú.

Roermond, mayo 2014

jueves, marzo 26, 2020

ODA AL CAFÉ






El ático holandés es un horno en verano. Hay momentos en los que necesito salir a una cafetería aquí a la vuelta de la casa. Los camareros son amables. Me conocen y además ya ni necesitan preguntarme qué deseo. Me traen un capuccino con crema espolvoreado con canela. A veces necesito dos, tres o cuatro capuccinos. No siempre despierto con la vena puesta, y para entrar en sintonía bebo café.
Es curioso pero desde que llegué aquí, he aprendido a tomar esTe líquido negro. No sé si es el clima o los años que van en aumento, pero el café es un compañero de vida por estas latitudes.
Cada día nos vamos especializando más. Antes ni se me ocurría servirme una taza. Ahora sé que el capuccino es un shot de expreso con leche previamente pasada por una batidora. Que un Macchiato es un cortado. Que un Flat White es dobles expreso y un poco de leche.
Escribo que escribo en esta cafetería que también es una chocolatería. La señora que atiende pone siempre música … La vez pasada puso Susana Baca y me emocionó. 
Mi madre siempre le tuvo un culto al café. Mi padre, no. Cada año se llevaba dos kilos de café holandés en la maleta. No es que en Perú no hubiese buen café, el Valenzuela era el rito en casa, pero el aroma del holandés era para ella como retornar a su hogar.
Recuerdo una época en que el médico le prohibió tomarlo. Que cuántas tazas se tomaba por día, pues unas diez, decía. La gastritis que se montó fue de las peores que le vi. Paraba tirada en cama panza–abajo tratando de mitigar el dolor con aero–om, unas gotas eficaces para la flatulencia. Bajó su dosis diaria a tres o cuatro tazas.
El hogar. Para mí siempre fue la cuatro–cero–cuatro. Es un lugar que llevo ahora en mi imaginario. Mi hogar es la ciudad en la que crecí, no aquí a miles de kilómetros de distancia.
En mi primer trabajo –el cual sólo recuerdo por el café– era lo único que se servía. Trabajaba en limpieza en una oficina de seis o siete despachos del aeropuerto de Ámsterdam. Como escritora, no era el trabajo ideal, sólo para acumular experiencia y ganar un poco de dinero antes de empezar a estudiar. El primer día, el jefe me pidió que le haga café a todos los empleados. ¿Café?, me pregunté yo. Me señaló una cafetera industrial capaz de hacerle café a cincuenta personas.
Lo único que me quedó hacer era seguir el recuerdo de mi madre quien todas las mañanas me decía: pon la cantidad de cucharaditas como de tazas vayas a tomar. Y así lo hice. No puse cincuenta, pero unas diez para veinte tazas, lo cual, creo salió bien, porque nunca nadie se quejó, y yo empecé a volverme adicta al líquido negro.
Regreso a la buhardilla.
Una paloma se ha posado en la única ventana que mantengo abierta. Glub glub glub, dice. “Ni se te ocurra entrar”, le advierto señalándola con mi bolígrafo. Ella se va, pero vuelve. Interrumpe mi proceso de escritura. No me queda otra que cerrar la ventana e ir a por un poco de café. Y continuar a media noche con mi relato.

PiErDo PAísEs

Borro fronteras - Viajo para conocer mi geografía