El Titicaca, el Lago navegable más alto del mundo, quería ser partícipe de su grandeza, por eso tomé el bus hacia Puno, para poder tocarlo.
Al principio no tuve mucha suerte, imaginaba que podría verlo desde el autobús. No había tomado en cuenta los postes de alta tensión a lo largo de la carretera, el tráfico vehicular, los camiones con remolque y las lomas que interrumpían la vista hacia aquello que debiera ser el lago navegable más alto del mundo. Llegué a ver una lengüeta de agua entrar apaciblemente a una bahía atestada de plástico, lo que parecía un espejo de agua, pero del Titicaca propiamente dicho, nada.
A mi llegada a Puno solo un musgo verde que flotaba en su orilla. Tuve que caminar varias cuadras cerro arriba para lograr capturar una imagen con mi teleobjetivo. Subí al Mirador de Manco Cápac (sin Mama Ocllo) y me senté allí en una banca para contemplarlo. El lago era una media luna azul que colindaba con otras montañas. No era tan grande como solían describirlo, tenía un final en un horizonte cercano. Aquella era sólo una parte del Titicaca, un diez por ciento, nada más. El lago era mucho más extenso.
Aquella era sólo una parte
del Titicaca, un diez por ciento, nada más.
El lago era mucho más extenso.
Aquella primera noche regresé melancólica al hotel. Intenté cocinar avena en una hornilla eléctrica que había llevado en mi mochila. Para mi mala suerte, la avena se me quemó; terminé comprando un pedazo de queso en el mercado, y deambulando por las calles de Puno. Comparsas tocaban música en la Plaza Pino. Betuneros embadurnaban los zapatos de los transeúntes en la Plaza de Armas. La calle Lima era como túnel mal iluminado.
*
Al día siguiente desperté con la firme idea de ver el lago de más cerca. Caminé en dirección a una construcción en forma de barco clavada en la Isla Estévez, a un kilómetro de la ciudad. Era un hotel cinco estrellas al que me avergonzaba entrar, pues mi bolsillo no me daba ni para tomarme un café. Ese hotel era una atalaya desde el que se lograba divisar el horizonte perdido del Titicaca. Sí, era evidente, el lago era un océano azul que se extendía hacia el infinito. Me quedé allí contemplándolo absorta. El charco de agua dividía en una frontera a dos países.
No sé exactamente por qué, el Lago Titicaca nunca había sido parte de las historias en mi familia. Jamás había escuchado relatos de la boca de mi padre. Mama Benita, nuestra cocinera, que trabajaba con nosotros desde que tuve uso de razón, me contaba historias de sapos gigantes. Lo solía hacer cada vez que habían apagones, consecuencia de algún atentado terrorista. Encendíamos velas para alumbrarnos durante la noche. Mama Benita no podía evitar narrarnos la historia de su viaje al Titicaca.
Habían ido a la Isla de Amantaní, recordaba, en una lanchita que roncaba sobre el lago. Tardaron algo de un día y una noche (¿tanto?), pero al llegar a la isla, ellas estaban allí: "Era gigantes, mamita, del tamaño de un plato de sopa"; de color negro, otras verdes cachaco. "¡Mira las ranas!", le había dicho su papá. Ellos se quedaron idiotas al verlas allí. Por las noches se las escuchaba croar; eran como perros roncando. ¡Gigantes! "No nos podíamos bañar en la orilla", la gente decía no se los vayan a comer los sapos, por eso Benita nunca aprendió a nadar.
Aquella historia la mantuve guardada en mi memoria durante mi viaje al Titicaca. No sé si era verdad. La leyenda decía que sí, que en los abisales del lago habían sapos gigantes, una ciudad Inca y algas 'marinas'. El agua era tan fría que nadie, absolutamente nadie, nadaba en ella. Alguna vez vi en un documental de Nathional Geographic a unos buzos aventurarse a bucear. Buscaban los restos de una ciudad Inca. Nunca mencionaron los sapos o ranas gigantes.
Después de dos días deambulando por Puno; volví a subir al Mirador de Manco Cápac, el lago se veía espectacular desde allí, pero no es su real dimensión. Caminé algunas cuadras en dirección al terminal terrestre, y desde allí tomé el bus en dirección a Ilave, un pueblo a una hora en dirección noreste. Según mi mapa, Ilave estaba cerca de la orilla, así que con el afán de tocar sus aguas, me fui hacia allá.
Las mujeres parecían ser sacadas
de alguna película de Charles Chaplin
por los sombreros que llevaban
La combi era pequeña, habían varias mujeres en polleras, algunas desgranando choclos con sus uñas largas; no sé cuántas faldas llevaban pero abarcaban más espacio que sus propios cuerpos en los asientos del minibús, y un sombrero en copa que tocaba el techo del vehículo. Las mujeres parecían ser sacadas de alguna película de Charles Chaplin por los sombreros que llevaban; habían sido traídos por los ingleses en la época de la construcción del ferrocarril, y allí se quedaron adornando las cabezas de las mujeres aymaras, ¿por qué no los hombres? Ellos preferían sus gorras de béisbol.
Uno está hecho por la historia de sus padres, y de la gente que le rodeó. Mi padre siempre me decía que los aymaras eran gente tan terca como las mulas. "Tienen su carácter hijita, son salvajes". No sé por qué me lo decía, quizás era la historia repetida heredada de un grupo étnico que habitó el lago. Los Uros vivían como apátridas sobre sus islas flotantes, habrían de ser los rechazados por los Tiahuanacos y los Incas. Quién diría que uno crece escuchando esas ideas y que luego se dedique a viajar y a intentar entender el mundo andino desde un punto de vista andino, con ideas contrarias a los prejuicios de mi papá. Yo amaba a mi padre (y lo sigo amando), y quería encontrarlo a través de su patria, la mía también, y la única forma era viajando y leyendo su historia.
Allí me tenían viajando con ellas, las mujeres aymara, hacia el pueblo de Ilave, a orillas del lago.
Ilave es un pueblo en donde se dice está la frontera de los quechua y los aymara. Hace no muchos años hubieron allí revueltas entre sus pobladores, creo que el alcalde de la ciudad no era del gusto de la mayoría, y por eso -al no cumplir sus promesas- lo amenazaron con azotarlo o matarlo a pedradas.
No hace mucho, en mayo de este año, sucedió algo parecido en el pueblo de Juli, en donde azotaron al alcalde públicamente por incumplido.
No recuerdo mucho Ilave; me decepcionó no poder ver la orilla del lago. Recuerdo que me compré unos caramelos en una tienda de abarrotes, y que tomé el siguiente bus en dirección a Juli. No sabía qué esperar de Juli. Jamás había leído algo acerca de ese pueblo, ni de su gente, ni de sus tradiciones, ni de su historia, pero cuando llegué allí quise quedarme a vivir para siempre. Había cumplido mi objetivo: toqué el agua del Titicaca, y les prometo: no me saltó ninguna rana.
(continuará)
Susana Montesinos (2016)
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