Nunca supimos a ciencia
cierta qué fue lo que nos llevó allí esa mañana, a treparnos a ese
destartalado camión con tolva blanca llamada El viajero. Nunca entendimos qué
nos empujó a hacer esa ruta que nos tomó una infinidad de horas, días y
semanas. Estábamos en un pueblo llamado Huancabamba, en la sierra norte del
Perú, a unos dos mil metros de altura, y terminamos al otro lado.
Aquí la historia.
UNA NOCHE ANTES de la partida cenábamos en un
restaurante llamado Jaimitos a un
lado de la plaza rectangular del pueblo de Huancabamba. Era de noche, afuera las estrellas brillaban
en el firmamento y en la calle algunos borrachitos jugaban con su pelota un
fútbol premeditado. Adentro, en Jaimitos,
una canción de Agua Marina tocaba una cumbia eterna que daba vueltas en un disco. Nosotros
estábamos concentrados en nuestro mapa incompleto del Perú.
-¿Qué vamos a hacer mañana?-, me preguntó mi
hermano mientras comíamos un pollo saltado. El menú del día, por supuesto. Era de los pocos restaurantes del lugar.
-No quiero regresar a Piura otra vez, -le dije-.¿Por
qué no a la selva? -Días antes habíamos explorado las famosas lagunas Huaringas
con un gringo despistado que se quedó dormido encima de su mula, y ahora habíamos vuelto al punto de partida.
El mapa indicaba que desde Huancabamba se podía ir a oriente por una carretera poco clara. Daniel, mi hermano, alzó la mano, silbó para llamar a la chica que atendía.
-¿Sabe usted si hay carretera a la selva desde aquí?-, La señorita se acercó tímida a nuestra mesa, era una gordita en jeans con un polo rosado apretado. Tenía los cabellos castaños, los ojos verdes.
-¿Sabe usted si hay carretera a la selva desde aquí?-, La señorita se acercó tímida a nuestra mesa, era una gordita en jeans con un polo rosado apretado. Tenía los cabellos castaños, los ojos verdes.
-La única que conozco es para Jaén, -dijo
tragándose las palabras un poco secona-. ¿Quieren comer algo más?.
¿Jaén? Sonaba atractiva la idea de ir hasta allá. ¿Dónde quedaba? ¿Al otro lado de la cordillera? ¿Al lado derecho de Huancabamba, de acuerdo al mapa? Mi hermano dejó un poco de arroz en el plato, yo tampoco terminé de comer.
-Sí, sí, -dijo la señorita-, ¿quieren algo más?
-No, gracias señorita -la chica retiró los
platos de la mesa. Mi hermano y yo: “La cuenta, por favor”.
En el mapa, del lado de Huancabamba, los trazos eran grises, del color de las montañas, mientras que alrededor de Jaén a unos cien kilómetros, calculando con el dedo, era un mar verde selvático. Sin embargo, había un pequeño problema, de
Huancabamba a Jaén, la ruta amarilla se interrumpía en un pueblo llamado
Tabaconas. Después no había indicios de camino.
Después de pagar, salimos del restaurante. Mi
hermano se encendió un cigarrillo en la puerta de Jaimitos. Los borrachines desdentados se sentaron en la acera,
dejaron de patear la pelota hacía rato, reían de la nada. Nos saludaron medio
deformes, con palabras medio muertas, uno de ellos con la botella en la mano. Aguardiente. ¡Hey!
-¿Jefecito, es posible ir a Jaén desde aquí?-, le preguntamos a un policía.
-Pregúntele a mi colega –dijo serio sin
querernos ayudar. Al parecer no sabía nada sobre la ruta.
Esperamos al colega más de quince minutos. Afuera del puesto policial dormitaba un perro negro, inconsciente.
-¿Hay camino a Jaén desde aquí, señor? –el colega apareció dos minutos después sonriente.
Su oficina era un cubículo diminuto pintado de un verde claro con la insignia de la policía nacional y dos escritorios con máquinas de escribir remington.
-Sí, claro -nos dijo alegre-. En el mercado hay camiones que salen tempranito.
***
Viajar es una forma de borrar el
desconocimiento. Si le hubiese dicho a mi padre años atrás “me voy a la selva”,
me lo hubiese prohibido llenandome la cabeza de estereotipos. “Allí es
peligroso, hija”, que matan, que roban, que los carros se vuelcan, que hay
gente mala, que te pueden secuestrar, hubiese comentado, protegiéndome, con
miedo a que me hagan daño. Pero viajar era tan fácil –simplemente subirse a un
bus y ya está- que ¿para qué vivir acomplejado en el prejuicio?
Mi hermano y yo entramos a una tienda de
abarrotes para comprar algunas municiones. Jaén empezaba a sonar a lugar
exótico dentro de nuestros oídos, con palmeras y mosquitos, música caliente y
una selva baja impresionante en la que te podías perder fácilmente.
-¿Hay carretera a Jaén? – le preguntamos al dueño de la tienda. Un hombre bajito desgreñado con gafas de poto de botella y un bigotito prematuro nos miró desde detrás de su estante.
-Sí, sí hay –respondió serio contando el dinero
entre sus manos, nos debía vuelto-. Todos los días desde el mercado.
La respuesta del señor nos dio más esperanzas. Sabíamos que con una o dos latas de atún podríamos sobrevivir el viaje, pues a esa edad, uno se las apaña con la comida. Nosotros solíamos decir que éramos vegetarianos, que comíamos únicamente arroz con huevo frito, excepto en Jaimitos, en el que devoramos rápido el pollo saltado.
Jaén empezaba a convertirse en una especie de Tombuctú imaginado, en un lugar inalcanzable, y la pasión de mi hermano por la vegetación y yo por las alucinadas historias de la selva que escribía de pequeña, de sacerdotes que tomaban el ayahuasca, nos llevaron a tomar ese camión al día siguiente.
***
El camión arrancó despacio y
recorrió el valle por el margen izquierdo del río. Grupos de vacas pastaban en
las faldas de las montañas, rebaños de ovejas andaban por la ruta con su pastor. El camión
se balanceaba de un lado a otro.
Mi hermano y yo nos mirábamos con
cierta incertidumbre, entre emocionados y miedosos, con el nervio puesto en el
fatalismo, esa sensación de que puede pasar cualquier cosa y nadie sabe.
Imaginábamos a nuestra mamá, a los amigos de Piura, a las noticias en el
periódico y en la radio. No sabíamos qué esperar. La duda de “hacia adónde nos dirigíamos”
no nos dejó dormir toda la noche. Nos habíamos prometido no quedarnos dormidos
ni darle muchos detalles a extraños.
Tardamos una hora o más en salir del
valle de Huancabamba. Dejamos las aguas tumultosas del río, y empezamos a subir
un camino en zigzag hacia la parte más alta de una montaña que nosotros
sabíamos que debíamos de cruzar. El camión dejaba una estela de tierra y el
aire se fue enfriando poco a poco hasta un tramo sobre los cuatro mil metros de
altura o más.
***
En este viaje aprendí que es difícil morir en
el intento, que accidentarse resulta una maniobra de falta de atención
adquirida.
El camino se hizo más estrecho. Era
un pista de tierra gris que adelgazaba a nuestros ojos. ¿Y si nos matábamos por
aquí? El vehículo apenas cabía, era un camino sin mantenimiento que sobrevivía
a sí mismo gracias a este único camión. A un lado, el abismo, al otro la
montaña.
De pronto apareció una pequeña cascada.
A esa altura la carretera era demasiado angosta, parecía la trocha de las
bestias de carga, con hoyos profundos producidos por las lluvias y piedras
grandes que habían caído desde la cima de la montaña. El chofer se detuvo y
bajó a estudiar la situación. Colocó con ayuda de su copiloto unos troncos de
eucalipto sobre una hondanada al lado del precipicio. No nos pidió que bajásemos
del vehículo. Cuando arrancó las llantas bordearon el barranco y se llevaron
abajo uno de esos pedazos de madera.
“Huevón de mierda, qué se cree que
hace”, gritó una de las mujeres.
Lo vi caer en el precipicio, el
tronco. ¿Cuatrocientos, quinientos metros de profundidad? El chofer aceleró
más; pasó los hoyos balanceándose de un lado a otro, hasta que llegó a una
parte plana.
Continuamos.
La montaña empezaba a cambiar de color.
Los tonos grisáceos marrones daban paso a tonos verdes y frescos. Aparecían
plantas con epífitas y helechos. Árboles con flores como los girasoles. Mi
hermano analizaba cada detalle, pero las caras de quienes nos acompañaban en el
trayecto no parecían felices.
No muy lejos de allí el carro frenó
en seco. El chofer gritó: “¡Aquí es Cruz Chiquita, ya llegamos, gringos!”. Las
nubes se deshacían en el aire. “¡Ahora a caminar!”, aquí el camino se cortaba,
no había forma de continuar con el vehículo.
***
En el año ’98 hubo un fuerte
fenómeno de El Niño. Yo vivía en Piura, en el norte del Perú y allí la lluvia
cayó como un diluvio universal durante tres meses. Se llevó varios puentes en
las regiones aledañas, inundó varios pueblos y cambió la corriente marina de
fría a caliente. También llegó a Tabaconas, a ese pueblo al que mi hermano y yo
caminábamos, y se llevó parte de esa carretera. Habían pasado ya dos años desde
ese acontecimiento, pero las poblaciones seguían incomunicadas.
Daniel y yo salimos detrás de las
otras tres personas rumbo a ese poblado llamado Tabaconas. El camino culebreaba
entre los árboles hacia un valle fértil y verde, como en el mapa. Descendimos a
grandes pasos, como si tuviésemos el apuro de llegar temprano al destino. Después
de cruzar el río con poca agua, saltando de piedra en piedra llegamos al pueblito
que habíamos visto desde arriba. Las dos mujeres que habían viajado con
nosotros estaban sentadas sobre el pasto al lado de una casa de adobes.
-¿Ustedes van a Jaén? –preguntó una
de las muchachas.
Chanchos y perros dormitaban bajo el
sol. El cielo estaba totalmente despejado.
-En veinte minutos saldrá un camión desde
aquí.
Esperamos.
***
Mientras bebíamos un poco de agua
abrimos el mapa para contemplar dónde estábamos. Nuestra orientación eran las
montañas y los colores que se trazaban en esa carta nacional. Seguro el
pueblito de más allá que señalábamos con el dedo, se llamaba La Coipa o Chirinos, este de acá
Tabaconas. En el mapa habían dos pueblitos con esos nombres, ¿pasaríamos por
allí? Eran nuestra carta de navegación.
Lo importante para nosotros era
llegar a Tamborapa, otro pueblo. Ese lugar estaba, de acuerdo al mapa, a veinte
kilómetros de Jaén y había a partir de allí una carretera asfaltada. Si
llegábamos a Tamborapa estaríamos de vuelta en el mapa, porque el trazo que
íbamos a recorrer a continuación no figuraba en absoluto en nuestra pobre carta
vial.
Quise preguntarle a la gente si el
camino pasaba por La Coipa
o Chirinos. Temía que me tomaran el pelo, entonces lo único que se me ocurrió era:
“¿Por qué poblados pasará el camión, señora?”, se lo plantée a una de las dos
muchachas. Fue inútil, su respuesta nunca la entendí. En sus palabras no
figuraba ninguna letra de los pueblos que aparecían en el mapa. Volví a
preguntar a otra señora que acababa de llegar con su marido, los dos viajarían
al parecer con nosotros. Tampoco me dio una respuesta clara.
- ¿El carro llega a Tamborapa?
–preguntó Daniel a una señora sentada sobre sacos de café. Esa zona del Perú
tiene mucho cafetal y la gente transporta sus productos por ese camino a Jaén.
La señora le dijo que sí, que el
camión llegaba a Tamborapa.
***
Cuando uno no sabe qué tan lejos
está el destino, un viaje como éste puede ser eterno.
El camión arrancó y empezó a recorrer una
trocha de tierra rojiza en pésimo estado. Mi preocupación era un muchachito
joven que apenas sabía manejar y que se fumaba temblando sus cigarrillos. “¿No
quieren subirse adelante?” nos preguntó. Él era el chofer, un chiquillo de
veinte años más o menos. Miramos el reloj, eran la una y pico de la tarde.
Habían baches, huecos llenos de agua, piedras
desparramadas, troncos, causados por el temporal de lluvias de verano. La
carretera, si a eso se le llama así, se perdía apenas distinguible entre un
grupo de montañas cubiertas por vegetación. Era sin duda un camino sin
autoridad, y que no aparecía en nuestro mapa.
Atrás en la tolva viajábamos
sentados sobre sacos de café y ramales de plátanos. Una señora en polleras abrazaba a un niño de unos
siete años. Varios hombres con pantalones con cicatrices y gorras de béisbol
estaban parados agarrados a la madera amarilla del camión mirando hacia afuera,
el camino.
El viaje se nos hizo eterno. Nos
tambaleábamos como si estuvieramos subidos a un caballo. El chofer parecía ser
un aprendiz de conductor. No sabía cómo medir sus fuerzas.
“¡Oye chiquillo!”, gritaba la gente cada
vez que el chofer apretaba el pedal del freno, lo hacía de golpe, sin pensar;
además aceleraba en las curvas y a veces pisaba una piedra que nos hacía saltar
un metro o dos sobre los costales.
“¡Irresponsable!”, gritaban otros.
Después de una hora de viaje, la
carretera empezó a hacerse estrecha, como hacía unas horas en las alturas. A
nuestra izquierda estaba la montaña cubierta de árboles frutales, acacias,
pteridofitas, bromelias colgando de las ramas; y a la derecha, un precipicio de
unos cincuenta metros de profundidad. El chiquillo en lugar de tomar la vía más
cercana a la montaña tendía a bordear ese barranco que yo miraba con terror. De
pronto escuché un grito. El camión se balanceó hacia un lado y desde la parte
trasera fui capaz de ver el precipicio. Nos elevamos sobre los costales, unos
plátanos salieron volando, la mujer se agarró de la madera.
Tuvimos suerte, el camión volvió
sobre sus cuatro ruedas.
Metros más allá, nos detuvimos
violentamente, el chofer no sabía qué hacer. El camino se hizo angosto de nuevo,
en lugar de pedirnos que bajásemos del vehículo, se le ocurrió acelerar, el
segundo susto llegó de la misma forma, nosotros al borde del abismo, un costal
de papas rodó hacia abajo, pero nos salvamos.
Un caballero golpeó la capota del
camión, le pidió al chibolo que tenga cuidado, que podía matar a la gente de
atrás. El muchachito no entendía bien, al parecer quería llegar a destino
pronto.
***
A lo largo de esas horas imaginé los peores
accidentes, de esos que salían en las noticias, buses en los acantilados del
Pasamayo o reventados en el camino a Cusco con cientos de muertos. Pero esta
era una ruta de nadie. ¿Quién vendría a socorrernos acá? Nadie sabría dónde chú estábamos. Mi hermano miraba
asustado. Las horas pasaban y el chofer no desaceleraba el ánimo.
El camión siguió su curso a unos
treinta o cuarenta kilómetros por hora como mucho. Creo que tardamos varias
horas en pasar ese trecho traumático, inhabitable, ilegal. Arañas de tamaño
mediano se desprendían de los árboles y caían sobre nosotros. Grillos cantaban
a lo largo del camino. Gallinazos sobrevolaban la zona. Esta era la selva que
tanto queríamos ver, una aventura desdibujada, cacasena y malhadada, en esa
parte del país que según nuestro mapa era reserva nacional.
A las cuatro de la tarde nos
detuvimos en un pueblo pequeño del que bajó y subió gente. Nosotros bajamos a
desperezarnos. Unos chiquillos en shores
nos miraban como si fuésemos sacados de una película, con los ojos grandes y
las miradas bobas. ¿Seguro que el camión iba a Tamborapa? Le volvimos a
preguntar al chiquillo. Nos respondió que sí, que no nos preocupásemos, que esa
misma tarde llegaríamos allí. ¿Y cómo se llamaba este pueblo? El muchacho
pronunció un nombre que apenas recuerdo. No figuraba en el mapa.
Sin embargo, la tarde se hacía larga
y nosotros seguíamos en medio de la nada, en esa carretera desgraciada
devorados por los zancudos y las arañas. Los pueblitos que empezábamos a
atravesar brotaban de la nada y no figuraban en nuestra carta nacional. “¿Dónde
queda Chirinos, señor?”, le pregunté a un caballero desdentado que casualmente
se sentó a mi lado. ¿Chirinos? No conocía. Casas de adobes descuidadas, gente
que nos miraba sorprendida, con sombreros de copa alta, mujeres dando de mamar
a sus hijos, grillos que cantaban. Se hacía tarde y ni rastro de Tamborapa.
Empezó a oscurecer. El camión
prendió los faros de adelante. Le dije a mi hermano que teníamos que pensar en
un plan bé. ¿quizás buscarnos un hotelito
en el siguiente pueblo? Daniel estuvo de acuerdo. Creo que los dos estábamos preocupados
por esa ruta en medio de la nada. Ni rastro de civilización, nada que parezca
acercarnos a alguna carretera asfaltada. Era inútil mirar en el mapa. Seguíamos
en ese pedazo verde de nuestra carta vial, sin ningún camino, sin ninguna
pista.
¿Y Tamborapa?
El camión se detuvo al final de un
pueblo de unas quince casas o menos. El chiquillo dijo esto es Tamborapa. ¿Tamborapa?,
miramos sorprendidos. Esto no era Tamborapa, era otra cosa menos eso, de
acuerdo a la carta vial había un camino asfaltado y estaba al lado de Jaén.
Imposible. ¿Y Jaén? “Es todo un día de camino”, explicó el chiquillo, el camión
se vació de gente. “Hasta aquí llego yo”. El sol se metió entre las montañas.
Era de noche.
***
Aquella noche dormimos en un pesebre,
al lado de unos granos de café. Aquí no hay hotel, dijo la dueña, lo único que
puedo ofrecerles es esto. Esa noche comimos arroz y huevo frito y miramos con
un grupo de treinta niños la película Kingkong.
Sobrevivimos al camión, al camino sin nombre y al chiquillo. Aquella noche
dormimos el agotamiento de un día de viaje en dos camiones y a pie bajo el
arrullo de los grillos que enunciaban sus cánticos desde lo más profundo de ese
bosque en la montaña.
-
¿Y
si mañana no llegamos a Jaén, qué?
-
Es
muy tarde para hablar ahora –respondió mi hermano-. Veremos, gehakt.
-
Mañana
veremos la selva baja.
-
Sí,
qué emoción.
***
Los acontecimientos fluyen tal como se le
presentan a uno en cualquier parte del mundo. Imponen sus propias reglas y
presionan para que las cosas funcionen a su manera. Hay que dejar fluir, go by the way, llevarse por la corriente
y ver adónde uno llega. ¿Jaén? Ya no sabíamos si llegaríamos a esa ciudad.
¿Tamborapa? Una incógnita en nuestra mente. ¡Pero, sí, claro, nosotros
estábamos en Tamborapa! La
Tamborapa que nunca imaginamos, una repetida.
A la mañana siguiente nos fumamos un
cigarrillo al lado del camión que nos trajo hasta el caserío creyendo quizás
que nos llevaría hasta Jaén. La dueña del lugar nos pidió unos soles por el
alojamiento y nos invitó un café pasado de su propia cosecha. Era una mañana
húmeda con sol. Gallinas picoteaban entre las llantas del camión.
Por ningún lado asomaba el
chiquillo, se había esfumado, ¿dónde se quedaría?, ¿en casa de su tía?
Una hora después llegó una combi
blanca dispuesta a salir hacia Jaén. ¿Va a Jaén? ¿Cuánto tiempo dura el viaje? Subimos
emocionados al destartalado minibús. Esperamos a que se llene de gente con
gallinas, costales y otros menesteres. El chofer amontonó los bultos en una
parrilla cubriéndolas con unas redes para que no se caigan y al encender el
vehículo la radio retumbó en nuestros oídos, el rabanito, de Agua Bella.
Tardamos más de dos horas en recorrer
la trocha, que había mejorado en los últimos kilómetros, hasta que llegamos al
asfalto, pero en los últimos tramos, el paisaje se volvió seco, poblado por
campos de cultivo de arroz, repletos de gente trabajando con agua hasta las
rodillas. ¿Y la selva?, nos preguntamos sorprendidos.
La vegetación que habíamos visto a
lo largo del camino hacia Tamborapa había desaparecido. Todo era más seco, como
los desiertos del norte del Perú o de Ica. Jamás habíamos imaginado que a este
lado de la cordillera era posible encontrar este tipo de paisaje, sin vida,
similar a las ciudades costeñas del norte del país, con calles invadidas por
mercados y de tierra.
Después de varias horas en esa combi
al canto de la anaconda por la Tigresa del Oriente, canciones
que recuerdo de ese viaje, llegamos a Jaén. Vaya decepción, no era la prometida
selva verde que nos imaginábamos. Era una ciudad calurosa en medio de montañas
‘desérticas’ con plantaciones de arroz y bananales desperdigados en el paisaje.
Lo primero que hicimos fue buscar un
hotel. Elegimos el primero que encontramos, un edificio celeste de unos cuatro
pisos con ventanas protegidas por fierros oxidados. El recepcionista nos dio la
llave de un tercer piso.
Al subir las escaleras comprobamos un
dolor en el glúteo como el de una inyección mal puesta. Grada que subíamos,
grada que sufríamos de dolor. Dejamos nuestra mochila azul en una de las camas
y nos fuimos a pasear por la ciudad.
En Jaén había un restaurante en la
plaza de armas en el que vendían un asado con puré de papas. ¿Y ahora qué íbamos
a hacer? Para volver a Piura debíamos viajar a Chiclayo. Ni ganas. Hablamos de seguir explorando en
busca de la famosa selva que estábamos buscando, por algún lado debe estar,
hermano. Nuestra imagen de un bosque sobrecrecido de ficus y arbustos, repleto
de monos y papagayos no estaba en Jaén, teníamos que meternos más allá, seguir cruseando hacia el oriente.
-¿Qué te parece Chachapoyas?
-Wow, no sería mala idea.
-Seguro hay selva allí, es la
capital de Amazonas.
Así que después de un breve descanso
en Jaén llegamos a la conclusión de que queríamos seguir ruta. Tomamos un
colectivo a Bagua Grande, un taxi a Pedro Ruiz, y una pequeña combi a
Chachapoyas por una carretera perfectamente asfaltada como la Panamericana.
Y no encontramos selva allí; Chachapoyas
era una ciudad serrana de casitas blancas de adobes y techos rojos como en el
Cusco. Una hermosa experiencia para unos novatos guiados por una simple carta
vial.
En Chachapoyas terminamos en un
restaurante pequeño. Comimos un huevo frito con arroz, así de simple. Afuera
hacía mucho frío, mucho más que en Huancabamba.
¿Y cuál era el siguiente plan?
¿Santa María del Nieva? Quizás. Muchos días más entre camiones y balsas sobre
el Marañón, otra aventura, para otro momento, otro lugar. Las estrellas seguían
en la misma posición en el firmamento. Un mapa mal-imaginado.
3 comentarios:
Está muy lindo, entretenida y llena de aventura la historia. Fascinante descripción, y que agallas para tremendo viaje ! Espero alguna vez volvamos a repetir algo así. Un viaje muy inolvidable 13 años después.
Muy buena historia. Me abrio una imagen de como recorrer esa ruta.
Muy buena historia, me abre una imagen de esa ruta que quiero conocer.
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